El alcohol adulterado representa un grave peligro para la salud, ya que a menudo contiene metanol, un compuesto mucho más tóxico que el etanol. A diferencia del etanol, cuya ingesta moderada es metabolizada con relativa seguridad, el metanol pasa fácilmente a través de las membranas celulares por ósmosis y difusión pasiva, al ser una molécula más pequeña y no reconocida por los mecanismos de transporte regulados. Una vez en el torrente sanguíneo, el metanol se distribuye rápidamente por todo el organismo, concentrándose especialmente en tejidos con elevada demanda de flujo energético, como el nervio óptico y el cerebro.
En el hígado, el metanol es oxidado por la alcohol deshidrogenasa convirtiéndose primero en formaldehído y luego en ácido fórmico, un agente altamente corrosivo y ácido fuerte que reduce el pH intracelular y extracelular. El ácido fórmico interfiere con la cadena respiratoria de las mitocondrias, bloqueando la producción de ATP y provocando un estrés metabólico extremo. Las neuronas, con su altísima demanda de energía, son especialmente vulnerables a esta falta de ATP: las células del nervio óptico mueren primero, ocasionando visión borrosa y ceguera irreversible en cuestión de horas o días.
Los síntomas iniciales de la intoxicación por metanol incluyen dolor de cabeza, náuseas, vómitos y dolor abdominal, seguidos de visión borrosa, dificultad respiratoria y confusión. Sin un tratamiento médico inmediato—como la administración de etanol, que compite con el metanol por la enzima deshidrogenasa, o fomepizol, un inhibidor de la misma—la acumulación de formaldehído y ácido fórmico continúa, agravando el daño neuronal. Este riesgo subraya la necesidad de extremar la vigilancia en la producción y consumo de bebidas alcohólicas, privilegiando productos regulados y evitando los destilados caseros o no certificados, para proteger el tejido nervioso y la función visual de consecuencias permanentes.
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