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domingo, 20 de abril de 2025

La controversia Bertholet-Proust




Imagina que tienes frente a ti dos vasos. Uno contiene agua pura; el otro, agua con azúcar disuelta. A simple vista, ¿podrías notar alguna diferencia entre ellos? Probablemente no. Ambos líquidos son transparentes, sin color ni partículas visibles. Pero, ¿y si tuvieras que juzgarlos únicamente con los ojos, sin oler, probar ni utilizar instrumentos? Esta situación nos lleva a una pregunta fundamental en química: ¿cómo clasificamos la materia si solo podemos guiarnos por lo que percibimos? Más aún, ¿cómo saber si lo que estamos viendo es una sustancia pura o una mezcla?

Durante el siglo XIX, los químicos debatieron con intensidad sobre si los compuestos tenían proporciones fijas o si podían variar según las condiciones. Este debate se cristalizó en lo que ha venido a denominarse la controversia Berthollet–Proust. Para Berthollet, la materia se combinaba en proporciones variables; para Proust, en proporciones definidas e inmutables. No era solo una disputa técnica, sino una diferencia radical en la forma de concebir la composición de la materia. Esta última visión —la de Proust— terminaría imponiéndose, y con ella, la idea de que las sustancias puras tienen una composición constante, lo que permitió diferenciar con claridad entre una mezcla (como el agua azucarada) y una sustancia pura (como el agua destilada).

Figura 1. Claude Louis Berthollet (1748–1822) fue un químico francés destacado por sus aportes a la química industrial y a la teoría química. Nació en Saboya y estudió medicina antes de volcarse a la química. Fue miembro del Instituto de Francia y participó en la expedición científica a Egipto con Napoleón. Berthollet es conocido por cuestionar la ley de las proporciones definidas, proponiendo que los compuestos podían formarse en proporciones variables, especialmente en soluciones y sistemas en equilibrio. Introdujo el concepto de equilibrio químico y aplicó principios químicos a procesos industriales como el blanqueo con cloro. Fundó la Société d’Arcueil junto a Laplace, un influyente grupo científico. Su enfoque experimental y teórico dejó una marca duradera en la química moderna..

El problema es que, en el fondo, ambos tenían parte de razón. La naturaleza no siempre se pliega a las categorías absolutas que pretendemos imponerle. Imagina nuevamente ese contexto: cuerpos con una homogeneidad total a simple vista —como el agua pura y el agua azucarada—, pero con diferencias fundamentales en su composición interna.

Algunos, como el agua, al descomponerse en sus elementos, registran una constitución constante: dos partes de hidrógeno por una de oxígeno, siempre en la misma proporción de masa relativa. Es lo que se conoce como la ley de la proporción definida: todo compuesto químico está formado por los mismos elementos, combinados en proporciones fijas y características.

Este principio se vuelve aún más claro cuando observamos sustancias formadas por los mismos elementos, pero con proporciones distintas. Los óxidos del nitrógeno ofrecen un ejemplo clásico: el monóxido de nitrógeno (NO) y el dióxido de nitrógeno (NO₂) están ambos formados por nitrógeno y oxígeno, pero en relaciones diferentes. Por cada gramo de nitrógeno, el primero contiene 1.14 g de oxígeno, mientras que el segundo contiene 2.28 g. Es decir, una proporción doble, una regularidad tan precisa que condujo a enunciar también la ley de las proporciones múltiples.

Figura 2. La ley de las proporciones definidas establece que un compuesto químico siempre contiene los mismos elementos combinados en proporciones fijas y constantes en masa. Por ejemplo, los óxidos de cloro ilustran claramente esta ley. El monóxido de dicloro (Cl₂O) contiene una proporción específica de cloro y oxígeno, distinta de la del dióxido de dicloro (Cl₂O₂) o del pentóxido de dicloro (Cl₂O₅). Aunque todos están formados por los mismos elementos —cloro y oxígeno—, cada compuesto es único, con propiedades físicas y químicas distintas, debido a la relación fija entre sus masas componentes. Así, no se trata de mezclas variables, sino de sustancias puras bien definidas. Esta ley fue defendida por Proust frente a las ideas de Berthollet.

Pero en contraste, el caso del agua azucarada revela otro tipo de cuerpo: una mezcla. Aquí, el azúcar y el agua no forman un nuevo compuesto con proporciones definidas. Podemos disolver una cucharadita, dos o tres, y seguir teniendo una sola fase líquida homogénea. Su composición es variable y continua dentro de ciertos límites. No hay una relación fija entre las masas de azúcar y agua: depende de cuánto agreguemos.

Este tipo de materia —mezclada pero aparentemente uniforme— desafía la vista y exige una mirada más profunda, una que distinga no solo lo que parece igual, sino también cómo está constituido lo que observamos.

La razón de esta discrepancia radica en que, cuando estos químicos hablaban de “cuerpos”, no diferenciaban entre una mezcla homogénea y un cuerpo puro compuesto, simplemente porque las mezclas homogéneas aparentan ser sustancias puras. A nivel visual y táctil, no hay separación evidente, no hay fases múltiples. Esa similitud superficial llevó a una confusión conceptual profunda.

Este tipo de error, donde los interlocutores discuten sin compartir las mismas definiciones fundamentales, es conocido como un error de equivocación semántica o, más ampliamente, como una discusión bizantina: se debate con intensidad sobre un desacuerdo que, en el fondo, surge de no hablar de lo mismo, aunque parezca que sí.

En una disolución, como el agua azucarada, los componentes están presentes en proporciones variables. Es decir, la composición del sistema depende de factores externos: la cantidad de soluto añadido, la temperatura, el estado físico. Esta visión de la materia era precisamente la que Berthollet defendía: un cuerpo cuya composición no es fija, sino determinada por el equilibrio con su entorno.

Sin embargo, al interior del mundo material no todo son mezclas. También existen cuerpos que muestran un comportamiento radicalmente distinto: sustancias puras compuestas, que siempre se forman a partir de proporciones constantes de sus componentes. No importa cuántas veces repitamos la reacción o en qué lugar del mundo la llevemos a cabo, el resultado es siempre el mismo.

Figura 3. La wüstita (FeO) es un óxido de hierro utilizado principalmente en la industria siderúrgica para la fabricación de acero, como componente en procesos de reducción de hierro. Además, se emplea en catalizadores y en la fabricación de materiales magnéticos debido a sus propiedades ferroeléctricas. También tiene aplicaciones en la tecnología de semiconductores, aprovechando sus defectos estructurales para mejorar la conducción de electricidad en ciertas condiciones..

Un ejemplo claro es el cloruro de sodio (NaCl), la sal de mesa común. Al sintetizarlo, se requiere una cantidad precisa de sodio metálico y una cantidad proporcional de gas cloro. Ni más ni menos. Cualquier exceso de alguno de los reactivos no se incorpora al compuesto; simplemente permanece sin reaccionar o da lugar a otro producto, si acaso. La sustancia formada —la sal— tiene una identidad química fija, derivada directamente de esa proporción específica entre sus elementos.

Como todo en la naturaleza, también existen intermedios. Algunas sustancias se comportan como si fueran puras, pero su estructura interna revela imperfecciones microscópicas. Por ejemplo, en ciertos sólidos cristalinos, la disposición ordenada de partículas con cargas opuestas —positivas y negativas— puede presentar defectos, como la ausencia de alguna de las partículas positivas en posiciones donde se esperaría encontrarla.

Esto ocurre en materiales como la wüstita (FeO), un óxido de hierro que, aunque se describe con la fórmula simple "FeO", rara vez se encuentra con una proporción perfecta de un átomo de hierro por cada átomo de oxígeno. En la práctica, su composición varía, porque no todos los sitios que deberían estar ocupados por átomos de hierro están realmente llenos. Es un ejemplo de lo que se conoce como un berthólido: una sustancia cuya composición no sigue estrictamente una proporción definida, aunque mantiene una estructura estable.

Figura 4. Los defectos de Schottky y Frenkel son dos tipos de imperfecciones cristalinas que pueden ocurrir en materiales como los berthólidos. El defecto de Schottky implica la ausencia simultánea de un par de iones, uno de carga positiva y otro de carga negativa, en el cristal. Este tipo de defecto crea vacantes en la red, reduciendo la densidad del material. Por otro lado, el defecto de Frenkel ocurre cuando un ión de carga positiva es desplazado de su posición normal en la red y se coloca en un sitio intersticial, creando una vacante y un ion desplazado. Estos defectos son comunes en óxidos y materiales cerámicos. En los berthólidos, estas imperfecciones afectan sus propiedades eléctricas, ópticas y mecánicas, y pueden ser aprovechadas en aplicaciones tecnológicas.

Otro ejemplo muy utilizado en tecnología moderna es el óxido de estaño dopado con flúor (FTO). Este material, que a nivel estructural puede presentar vacantes o sustituciones atómicas, se emplea en la fabricación de pantallas táctiles y paneles solares por su capacidad de conducir electricidad sin dejar de ser transparente. Aunque parezca un sólido uniforme, su efectividad depende, precisamente, de esos errores controlados en su composición.

Asimismo, el óxido de titanio (TiO₂) —ampliamente usado en celdas solares, fotocatálisis y pinturas inteligentes— puede encontrarse en formas ligeramente deficientes en oxígeno. Estas pequeñas desviaciones generan propiedades eléctricas y ópticas particulares, convirtiendo a este material en un componente esencial en diversas aplicaciones tecnológicas.

En todos estos casos, la estructura general del material permanece coherente, pero con ligeras variaciones en la proporción entre sus componentes. Estos defectos no son fallas en el sentido cotidiano, sino ajustes naturales o inducidos que permiten modificar sus propiedades. Así, en lugar de romper con la idea de una sustancia pura, estos ejemplos amplían nuestra comprensión: incluso los sólidos aparentemente simples pueden albergar una complejidad interna que es clave para sus aplicaciones.

La controversia entre Berthollet y Proust no se resolvió de inmediato. Durante años, la discusión quedó en tablas, sin una victoria clara, porque ambos presentaban observaciones válidas, pero desde enfoques distintos. Mientras Berthollet describía mezclas y soluciones —sistemas donde la composición puede variar—, Proust se refería a sustancias compuestas formadas en reacciones químicas con proporciones fijas.

Figura 4. En un debate, es crucial que el moderador defina previamente los conceptos clave sobre los que se va a discutir, ya que esto asegura que todos los participantes compartan un entendimiento común. Sin una definición clara, los términos pueden interpretarse de manera diferente por cada persona, lo que puede llevar a malentendidos, argumentos erróneos y una discusión sin rumbo. Además, aclarar los términos permite evitar que el debate se desvíe o se convierta en una discusión bizantina, donde los participantes discuten sobre definiciones contradictorias en lugar de abordar el tema central. Al establecer definiciones precisas, el moderador facilita un intercambio de ideas más estructurado, productivo y enfocado, permitiendo que el debate avance de manera efectiva y significativa..

Durante buena parte del siglo XIX, la comunidad científica osciló entre ambas ideas, sin una distinción clara entre lo que hoy llamamos mezcla homogénea y sustancia pura compuesta. El lenguaje de la época no ofrecía las herramientas conceptuales necesarias para separar esas categorías con precisión, lo que dificultó aún más el entendimiento mutuo.

Fue solo con el desarrollo progresivo de la química analítica y la termodinámica de soluciones, junto con avances en la comprensión de la estructura de la materia, que se comenzó a ver con claridad que ambos hablaban de fenómenos distintos. Berthollet tenía razón al observar que ciertas combinaciones, como las soluciones salinas o los gases mezclados, podían presentar proporciones variables. Pero Proust también tenía razón al mostrar que los compuestos químicos verdaderos —como el agua, el cloruro de sodio o el dióxido de carbono— se formaban siempre con proporciones definidas y constantes.

Al final, ninguno fue derrotado, pero fue la clarificación de los conceptos lo que resolvió la disputa. Se entendió que no era un asunto de quién tenía razón, sino de qué tipo de materia se estaba describiendo. Esta distinción fundamental —mezcla vs. compuesto— sentó las bases de la clasificación moderna de la materia y permitió a la química avanzar con mayor precisión en su estudio del mundo material.

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