Imagina que tienes frente a ti dos vasos. Uno contiene agua
pura; el otro, agua con azúcar disuelta. A simple vista, ¿podrías notar
alguna diferencia entre ellos? Probablemente no. Ambos líquidos son
transparentes, sin color ni partículas visibles. Pero, ¿y si tuvieras
que juzgarlos únicamente con los ojos, sin oler, probar ni utilizar
instrumentos? Esta situación nos lleva a una pregunta fundamental en química:
¿cómo clasificamos la materia si solo podemos guiarnos por lo que
percibimos? Más aún, ¿cómo saber si lo que estamos viendo es una sustancia
pura o una mezcla?
Durante el siglo XIX, los químicos debatieron con intensidad
sobre si los compuestos tenían proporciones fijas o si podían variar
según las condiciones. Este debate se cristalizó en lo que ha venido a
denominarse la controversia Berthollet–Proust. Para Berthollet, la materia se
combinaba en proporciones variables; para Proust, en proporciones definidas e
inmutables. No era solo una disputa técnica, sino una diferencia radical en la
forma de concebir la composición de la materia. Esta última visión —la de
Proust— terminaría imponiéndose, y con ella, la idea de que las sustancias
puras tienen una composición constante, lo que permitió diferenciar con
claridad entre una mezcla (como el agua azucarada) y una sustancia pura (como
el agua destilada).
El problema es que, en el fondo, ambos tenían parte de
razón. La naturaleza no siempre se pliega a las categorías absolutas que
pretendemos imponerle. Imagina nuevamente ese contexto: cuerpos con una
homogeneidad total a simple vista —como el agua pura y el agua azucarada—, pero
con diferencias fundamentales en su composición interna.
Algunos, como el agua, al descomponerse en sus elementos,
registran una constitución constante: dos partes de hidrógeno por una de
oxígeno, siempre en la misma proporción de masa relativa. Es lo que se
conoce como la ley de la proporción definida: todo compuesto químico
está formado por los mismos elementos, combinados en proporciones fijas y
características.
Este principio se vuelve aún más claro cuando observamos
sustancias formadas por los mismos elementos, pero con proporciones
distintas. Los óxidos del nitrógeno ofrecen un ejemplo clásico: el monóxido
de nitrógeno (NO) y el dióxido de nitrógeno (NO₂) están ambos
formados por nitrógeno y oxígeno, pero en relaciones diferentes. Por cada gramo
de nitrógeno, el primero contiene 1.14 g de oxígeno, mientras que el segundo
contiene 2.28 g. Es decir, una proporción doble, una regularidad tan
precisa que condujo a enunciar también la ley de las proporciones múltiples.
Pero en contraste, el caso del agua azucarada revela otro
tipo de cuerpo: una mezcla. Aquí, el azúcar y el agua no forman un nuevo
compuesto con proporciones definidas. Podemos disolver una cucharadita, dos o
tres, y seguir teniendo una sola fase líquida homogénea. Su composición es
variable y continua dentro de ciertos límites. No hay una relación fija
entre las masas de azúcar y agua: depende de cuánto agreguemos.
Este tipo de materia —mezclada pero aparentemente uniforme—
desafía la vista y exige una mirada más profunda, una que distinga no solo lo
que parece igual, sino también cómo está constituido lo que observamos.
La razón de esta discrepancia radica en que, cuando estos
químicos hablaban de “cuerpos”, no diferenciaban entre una mezcla homogénea
y un cuerpo puro compuesto, simplemente porque las mezclas homogéneas
aparentan ser sustancias puras. A nivel visual y táctil, no hay separación
evidente, no hay fases múltiples. Esa similitud superficial llevó a una
confusión conceptual profunda.
Este tipo de error, donde los interlocutores discuten sin
compartir las mismas definiciones fundamentales, es conocido como un error
de equivocación semántica o, más ampliamente, como una discusión
bizantina: se debate con intensidad sobre un desacuerdo que, en el fondo,
surge de no hablar de lo mismo, aunque parezca que sí.
En una disolución, como el agua azucarada, los componentes
están presentes en proporciones variables. Es decir, la composición del
sistema depende de factores externos: la cantidad de soluto añadido, la
temperatura, el estado físico. Esta visión de la materia era precisamente la
que Berthollet defendía: un cuerpo cuya composición no es fija, sino
determinada por el equilibrio con su entorno.
Sin embargo, al interior del mundo material no todo son
mezclas. También existen cuerpos que muestran un comportamiento
radicalmente distinto: sustancias puras compuestas, que siempre se
forman a partir de proporciones constantes de sus componentes. No importa
cuántas veces repitamos la reacción o en qué lugar del mundo la llevemos a
cabo, el resultado es siempre el mismo.
Un ejemplo claro es el cloruro de sodio (NaCl), la
sal de mesa común. Al sintetizarlo, se requiere una cantidad precisa de
sodio metálico y una cantidad proporcional de gas cloro. Ni más ni
menos. Cualquier exceso de alguno de los reactivos no se incorpora al
compuesto; simplemente permanece sin reaccionar o da lugar a otro producto, si
acaso. La sustancia formada —la sal— tiene una identidad química fija,
derivada directamente de esa proporción específica entre sus elementos.
Como todo en la naturaleza, también existen intermedios.
Algunas sustancias se comportan como si fueran puras, pero su estructura
interna revela imperfecciones microscópicas. Por ejemplo, en ciertos
sólidos cristalinos, la disposición ordenada de partículas con cargas opuestas
—positivas y negativas— puede presentar defectos, como la ausencia de
alguna de las partículas positivas en posiciones donde se esperaría
encontrarla.
Esto ocurre en materiales como la wüstita (FeO), un
óxido de hierro que, aunque se describe con la fórmula simple "FeO",
rara vez se encuentra con una proporción perfecta de un átomo de hierro por
cada átomo de oxígeno. En la práctica, su composición varía, porque no todos
los sitios que deberían estar ocupados por átomos de hierro están realmente
llenos. Es un ejemplo de lo que se conoce como un berthólido: una
sustancia cuya composición no sigue estrictamente una proporción definida,
aunque mantiene una estructura estable.
Otro ejemplo muy utilizado en tecnología moderna es el óxido
de estaño dopado con flúor (FTO). Este material, que a nivel estructural
puede presentar vacantes o sustituciones atómicas, se emplea en la
fabricación de pantallas táctiles y paneles solares por su capacidad de
conducir electricidad sin dejar de ser transparente. Aunque parezca un sólido
uniforme, su efectividad depende, precisamente, de esos errores controlados
en su composición.
Asimismo, el óxido de titanio (TiO₂) —ampliamente
usado en celdas solares, fotocatálisis y pinturas inteligentes— puede
encontrarse en formas ligeramente deficientes en oxígeno. Estas pequeñas
desviaciones generan propiedades eléctricas y ópticas particulares,
convirtiendo a este material en un componente esencial en diversas aplicaciones
tecnológicas.
En todos estos casos, la estructura general del material
permanece coherente, pero con ligeras variaciones en la proporción entre sus
componentes. Estos defectos no son fallas en el sentido cotidiano, sino ajustes
naturales o inducidos que permiten modificar sus propiedades. Así, en lugar
de romper con la idea de una sustancia pura, estos ejemplos amplían nuestra
comprensión: incluso los sólidos aparentemente simples pueden albergar una
complejidad interna que es clave para sus aplicaciones.
La controversia entre Berthollet y Proust no se
resolvió de inmediato. Durante años, la discusión quedó en tablas, sin
una victoria clara, porque ambos presentaban observaciones válidas, pero desde
enfoques distintos. Mientras Berthollet describía mezclas y soluciones
—sistemas donde la composición puede variar—, Proust se refería a sustancias
compuestas formadas en reacciones químicas con proporciones fijas.
Durante buena parte del siglo XIX, la comunidad científica
osciló entre ambas ideas, sin una distinción clara entre lo que hoy llamamos mezcla
homogénea y sustancia pura compuesta. El lenguaje de la época no
ofrecía las herramientas conceptuales necesarias para separar esas categorías
con precisión, lo que dificultó aún más el entendimiento mutuo.
Fue solo con el desarrollo progresivo de la química
analítica y la termodinámica de soluciones, junto con avances en la
comprensión de la estructura de la materia, que se comenzó a ver con claridad
que ambos hablaban de fenómenos distintos. Berthollet tenía razón al
observar que ciertas combinaciones, como las soluciones salinas o los gases
mezclados, podían presentar proporciones variables. Pero Proust también tenía
razón al mostrar que los compuestos químicos verdaderos —como el agua, el
cloruro de sodio o el dióxido de carbono— se formaban siempre con
proporciones definidas y constantes.
Al final, ninguno fue derrotado, pero fue la clarificación de los conceptos lo que resolvió la disputa. Se entendió que no era un asunto de quién tenía razón, sino de qué tipo de materia se estaba describiendo. Esta distinción fundamental —mezcla vs. compuesto— sentó las bases de la clasificación moderna de la materia y permitió a la química avanzar con mayor precisión en su estudio del mundo material.
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