La química del Renacimiento bebió de la tradición alquímica
europea —con figuras como Paracelso— y de los tratados árabes de Jabir ibn
Hayyan, pero los avances decisivos emergieron en Francia e Inglaterra.
En Inglaterra, Robert Boyle (1627–1691) irrumpió
con su obra The Sceptical Chymist (1661). Considerado “el
último alquimista y el primer químico moderno”, Boyle rechazó la idea de los
cuatro elementos clásicos y afirmó que solo los fenómenos observables,
los datos cuantitativos y la reproducibilidad —incluso entre
laboratorios de naciones enemigas durante las guerras del siglo XVII—
podían sustentar teorías químicas. Su escepticismo radical descartó
explicaciones basadas en milagros, ocultismo o dogmas espirituales, sentando
las bases de un método experimental riguroso.
Figura
1. Mijaíl
Lomonósov fue un polímata ruso del siglo XVIII, pionero en química,
física y humanidades. Anticipó la ley de conservación de la
masa y propuso una visión cinética del calor. Fundó la Universidad
de Moscú y promovió la ciencia en ruso. Su obra integró ciencia
y arte, iniciando la Ilustración en Rusia y sentando bases para
su desarrollo científico.
Figura
2. Joseph
Black fue un químico escocés clave en la termodinámica moderna.
Descubrió el dióxido de carbono y definió los conceptos de calor
latente y calor específico, esenciales para entender los cambios
de estado. Influyó en James Watt y la máquina de vapor. Su enfoque
experimental y teórico consolidó la química cuantitativa durante la Ilustración
escocesa.
En 1756, en San Petersburgo, Mikhail Lomonosov
publicó su Disertación sobre la conservación de la masa, donde, al
calentar óxidos de plomo en recipientes cerrados, concluyó que la masa total
permanecía invariable. Casi al mismo tiempo, en Edimburgo (1754),
Joseph Black, en su tratado Experiments upon Magnesia Alba, observó
que al descomponer carbonatos el “aire fijo” liberado compensaba exactamente la
pérdida de peso, apuntando sin declararlo formalmente a la ley de
conservación de la materia. Paralelamente, en Londres y París,
figuras como Joseph Priestley (1774) aislaban nuevos gases y
Daniel Gabriel Fahrenheit (1714) perfeccionaba el termómetro
de mercurio, estableciendo escalas reproducibles. Todos estos hallazgos
surgieron en medio de la intensa rivalidad prenapoleónica entre
Francia e Inglaterra, donde el afán por patrocinios reales y el prestigio
científico empujó a los laboratorios a comparar datos experimentales y
reafirmar la reproducibilidad de sus resultados.
En el siglo XVIII, gran parte de la química dependía de
la riqueza personal de sus practicantes, pues solo quienes
contaban con medios sobrados podían costear equipamiento, reactivos y personal
de laboratorio. Un claro ejemplo es Antoine Lavoisier: como Fermier
général (recaudador de impuestos) en París, disponía de
recursos que le permitieron financiar sus propios experimentos. En 1771,
Lavoisier se casó con Marie‑Anne Pierrette Paulze, entonces su
alumna de trece años, y pronto se convirtió en su indispensable colaboradora:
ella traducía tratados ingleses, dibujaba los aparatos y anotaba
meticulosamente las mediciones. De este modo, la “etiqueta Lavoisier” debe
entenderse como fruto de una colaboración matrimonial indisoluble.
Su flamante posición y su hogar-laboratorio prosperaron hasta estallar la Revolución Francesa (1789),
que no solo cuestionó los privilegios de la aristocracia fiscal, sino que
transformó radicalmente el mecenazgo y la práctica científica en Europa.
Figura
3. La École
Polytechnique, fundada en 1794, formó ingenieros y científicos al
servicio del Estado, integrando ciencia y disciplina militar. Impulsó avances
en química, con figuras como Berthollet, Gay-Lussac y Berthelot.
Su enfoque racionalista y aplicado consolidó la alianza entre ciencia, Estado
y progreso, siendo clave en la ciencia francesa tras la Revolución
y el periodo napoleónico.
Durante la convulsión revolucionaria, muchos científicos de
la alta y media nobleza se encontraron en una encrucijada. Algunos, como Antoine
Lavoisier, vieron truncada su carrera al asociarse con el antiguo régimen y
fueron víctimas del terror: Lavoisier fue guillotinado en París en 1794.
Otros, como Claude Louis Berthollet, lograron navegar la marejada
política aliándose con los nuevos comités y poniendo su pericia al servicio de
la República. Así, mientras unos perdían la cabeza —literalmente—, otros
salvaban su posición gracias a un delicado equilibrio entre convicciones
científicas y capacidad para adaptarse al viento revolucionario.
Con el golpe de Thermidor y el establecimiento de gobiernos
más centristas —a menudo hipócritas en su retórica pero muy pragmáticos a la
hora de impulsar la industria y la ciencia— se diseñó un modelo educativo
estatal que sustituyó el antiguo mecenazgo aristocrático. En 1794 se
creó la École centrale des travaux publics (renombrada
luego École Polytechnique), concebida como un colegio de
élite para formar ingenieros militares e intelectuales de alto nivel.
Este centro, tutelado por el Estado, concentró lo mejor del saber matemático,
físico y químico, y supuso la profesionalización de la investigación científica
en Francia.
Fue en ese ambiente de meritocracia impulsada desde las
instituciones donde brillaron jóvenes como Joseph Louis Gay‑Lussac,
pionero de la química de los gases, cuyos estudios de dilatación y
combinación de volúmenes sentaron las bases de la teoría moderna de los gases.
Desde la École Polytechnique también se organizaron expediciones, como la
de 1798–1801 a Egipto, en la que Berthollet y Joseph
Fourier aplicaron conceptos de equilibrio químico para
analizar minerales y compuestos en climas extremos. De este modo, la transición
revolucionaria forjó no solo el futuro político de Francia, sino también el de
su ciencia: de la fragilidad del mecenazgo personal a la solidez de
instituciones estatales dedicadas al progreso del conocimiento.
Durante la era napoleónica, Francia vivió una
verdadera revolución científica y técnica paralela a sus
campañas militares. Bajo el Consulado y el Imperio, Napoleón fortaleció
instituciones como la École Polytechnique y el Institut
de France, garantizando que ingenieros, matemáticos y químicos —Monge,
Fourcroy, Berthollet— colaboraran estrechamente con el Estado. Se estandarizó
el sistema métrico, se impulsaron las reformas agrarias y
se construyeron carreteras y canales para
mejorar la logística militar y civil. Mientras los ejércitos franceses lograban
victorias como Austerlitz (1805) y Jena-Auerstedt (1806), estos avances
técnicos aseguraban suministros, uniformes y municiones más fiables, al tiempo
que consolidaban la primacía de la ciencia aplicada en el proyecto imperial.
En el resto de Europa, las conquistas y alianzas de Napoleón
provocaron un trasvase de ideas y reformas administrativas:
el Código Napoleónico extendió conceptos de igualdad ante la
ley, y el sistema métrico se adoptó en territorios tan
diversos como la Confederación del Rin o los Países Bajos. Incluso en medio de
la guerra —de la península ibérica a la campaña de Rusia (1812)—, florecieron
escuelas técnicas y academias militares, que formaron oficiales con sólidos
conocimientos de artillería, balística y cartografía. Asimismo, la
secularización de antiguos dominios eclesiásticos permitió la creación de
nuevos laboratorios, universidades y museos en Italia y Alemania, de modo que,
pese al estruendo de las batallas, la luz de la ciencia siguió expandiéndose
por todo el continente.
Tras la derrota de Napoleón y la firma del Congreso
de Viena (1814–1815), Europa entró en una fase de relativa estabilidad
política que favoreció el florecimiento de la química industrial.
La paz permitió que el proceso Leblanc para la producción de
sosa cáustica se difundiera por Gran Bretaña y el continente, abasteciendo las
crecientes industrias textil y del vidrio. Al mismo tiempo, la aceptación
gradual de la teoría atómica de Dalton y los estudios de Gay‑Lussac y Avogadro sobre
los gases trazó los cimientos de la química física moderna. En las
universidades alemanas, donde el sistema de investigación se robustecía, Justus
von Liebig fundó en Giessen (1824) el primer laboratorio de enseñanza
práctica, conectando los avances de la química orgánica con las necesidades de
la agricultura y la medicina.
Figura
4. Justus
von Liebig fue un químico alemán clave en el desarrollo de la química
orgánica y agrícola. Fundó un innovador laboratorio de enseñanza
en Giessen, impulsó el análisis orgánico y demostró la importancia del nitrógeno
en la nutrición vegetal. Revolucionó la agricultura moderna y
formó científicos que difundieron su enfoque experimental por Europa y
América.
Durante la Primavera de los Pueblos (1848),
el oleaje revolucionario impulsó nuevos debates sobre libertad de conciencia y
organización social, pero también catalizó la formación de sociedades
científicas y la expansión de publicaciones especializadas. En Francia
y Alemania florecieron revistas como las Annales de Chimie et de
Physique, y en 1848 Louis Pasteur aprovechó el contexto
liberal para investigar las propiedades asimétricas del ácido tartárico,
sentando las bases de la química orgánica estereoespecífica. Aun en
medio de barricadas y manifestaciones, los laboratorios universitarios se
convirtieron en espacios de legitimidad intelectual, donde las naciones
buscaban prestigio tanto en política como en ciencia.
Mientras tanto, en Estados Unidos surgía una ciencia
independiente. En Yale, Benjamin Silliman inauguró en 1804
el primer laboratorio de química y, en 1818, fundó el American Journal
of Science, difundiendo resultados de análisis de minerales y la
incipiente industria del petróleo. El establecimiento del Smithsonian
Institution (1846) y la creación de cátedras de química en
universidades como Harvard y la Universidad de Míchigan reflejaron un
compromiso creciente con la investigación. Así, al tiempo que Europa redefinía
sus fronteras, Estados Unidos sembraba las primeras semillas de una tradición
científica propia, que pronto rivalizaría con las viejas potencias.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Alemania
emergió como la potencia líder en química, gracias a una articulación sin
precedentes entre universidades, laboratorios estatales y empresas privadas. En
especial, la industria de los colorantes sintéticos se
convirtió en una de las más robustas: en 1856, William Perkin, en
Inglaterra, descubrió accidentalmente la malva de anilina, pero
fueron químicos alemanes como August Wilhelm von Hofmann y Carl
Graebe quienes perfeccionaron su síntesis y extendieron su uso
comercial. Compañías como BASF, Bayer y Hoechst desarrollaron
métodos para la producción a gran escala de pigmentos como el azul de metileno,
el rojo alizarina y el amarillo de cromo, que no solo revolucionaron la industria
textil, sino que también sirvieron como precursores de medicamentos y antisépticos,
cimentando el vínculo entre química y farmacología.
Figura
5. La infantería
prusiana del siglo XIX se destacó por su disciplina, organización
y uso temprano de rifles de ánima rayada, que ofrecían mayor precisión
y alcance que los mosquetes napoleónicos. Esta ventaja técnica,
combinada con su entrenamiento táctico, marcó una transición hacia la guerra
moderna y evidenció el impacto directo de la ciencia en el armamento
El creciente prestigio de la química alemana generó
tensiones con Francia, aún herida por la derrota en la Guerra
Franco-Prusiana (1870–71). El conflicto no solo fue militar: fue
también intelectual y industrial. Francia,
tradicionalmente orgullosa de su legado científico ilustrado, vio cómo la
hegemonía pasaba a manos alemanas. Esta rivalidad se tradujo en la creación de
instituciones científicas y programas educativos enfocados en recuperar el
terreno perdido, mientras que en Alemania se consolidó un modelo de investigación
aplicada, apoyado por el estado y el sector privado, capaz de traducir el
saber químico en armamento, medicinas y productos de consumo masivo.
A esto se sumaba una tradición universitaria sólida, con figuras
como Kekulé, Liebig y más tarde Emil
Fischer, quienes consolidaron la química orgánica como una disciplina
sistemática.
En paralelo, en Inglaterra, el desarrollo de la termodinámica aportó
un marco teórico esencial para entender la energía en las reacciones
químicas. Rudolf Clausius (aunque alemán) y William
Thomson (Lord Kelvin) fueron figuras clave en formalizar conceptos
como la entropía y el equilibrio químico,
esenciales para la futura química física. Al mismo tiempo, el estudio de
la electroquímica avanzó gracias a las investigaciones
de Michael Faraday, cuyas leyes de la electrólisis (1834)
abrieron la puerta a procesos como la obtención del aluminio, antes
extremadamente costoso y reservado a élites. La posterior invención del proceso
Hall-Héroult en 1886, de forma casi simultánea por un estadounidense y
un francés, permitió su producción industrial, dando lugar a nuevas
aplicaciones comerciales y militares, desde cables eléctricos hasta
componentes aeronáuticos.
La carrera por el descubrimiento de nuevos elementos se
intensificó hacia finales del siglo XIX. A través de técnicas como el espectroscopio,
científicos como Bunsen y Kirchhoff identificaron
elementos como el cesio y el rubidio, mientras que el sueco Mendeleev,
organizando los elementos según su masa atómica, propuso la tabla
periódica en 1869. El sistema no solo predijo elementos aún no
descubiertos, sino que ofreció una imagen cohesionada de la materia. Sin
embargo, esta creciente comprensión de la estructura atómica también trajo
una angustia filosófica: al revelar una materia intrincada,
divisible y gobernada por leyes cada vez más abstractas, algunos científicos
sintieron que el universo se alejaba de la armonía clásica.
Figura
6. La ametralladora
Gatling, inventada en 1861 por Richard J. Gatling, fue posible
gracias a avances en metalurgia, mecanizado de precisión y pólvora
sin humo. Superó la cadencia de fuego de la infantería tradicional y
anticipó la guerra industrial. Su aparición demostró cómo la ciencia
de materiales transformó la estrategia militar y el desarrollo del armamento
moderno.
A fines del siglo XIX, la química de materiales y los
avances en metalurgia transformaron de manera radical el arte de la guerra,
incluso antes de que muchos estrategas comprendieran las consecuencias de estos
cambios. El perfeccionamiento del acero templado, la invención de
nuevos explosivos como la nitroglicerina y la cordita, y,
especialmente, la mejora del rifle de ánima estriada, cambiaron por
completo las condiciones del combate. A diferencia de los mosquetes de cañón
liso, los nuevos rifles tenían mayor precisión, alcance y velocidad,
lo que volvía suicida cualquier intento de mantener las formaciones en línea
típicas del siglo XVIII. Sin embargo, muchos generales, aún formados en
tradiciones anteriores, continuaron utilizando tácticas obsoletas, subestimando
el impacto real de estos avances.
Durante conflictos como la Guerra de Secesión
estadounidense (1861–1865) o la Guerra Franco-Prusiana
(1870–1871), las consecuencias de esta desconexión entre el progreso
tecnológico y la doctrina militar se hicieron dolorosamente evidentes. Miles de
soldados murieron innecesariamente en cargas frontales contra armas que ya
habían alcanzado niveles de letalidad industrial. El campo de batalla se volvió
un laboratorio involuntario, donde la inercia cultural pesaba más que la
innovación. Las trincheras, el uso estratégico del terreno, e incluso las
primeras formas de artillería química comenzarían a aparecer como respuesta
tardía a un enemigo que ya no podía enfrentarse cuerpo a cuerpo. La guerra,
hasta entonces considerada una cuestión de honor o de maniobras, empezaba a
convertirse en una ciencia de la destrucción, alimentada por laboratorios más
que por espadas.
Esta trágica falta de sincronía demuestra una lección
persistente: los avances científicos no garantizan por sí mismos un
cambio racional o inmediato en las estructuras de poder o toma de decisiones.
Por el contrario, cuando el conocimiento queda en manos de líderes sin la
capacidad o voluntad de comprenderlo, puede ser mal aplicado, subestimado o
directamente ignorado, con consecuencias catastróficas. La ciencia avanza a
menudo más rápido que las mentalidades que deberían adaptarse
a ella. Justo antes de que físicos como Millikan, con su
famoso experimento de la gota de aceite (1909), comenzaran a
revelar con precisión la carga del electrón, el mundo se encontraba ya
encaminado hacia una guerra que pondría a prueba, de forma brutal, los límites
éticos, técnicos y sociales de todo el saber químico acumulado hasta entonces.
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