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domingo, 20 de abril de 2025

Historia de la química 3. De la revolución francesa a la teoría atómica




La química del Renacimiento bebió de la tradición alquímica europea —con figuras como Paracelso— y de los tratados árabes de Jabir ibn Hayyan, pero los avances decisivos emergieron en Francia e Inglaterra.

En Inglaterra, Robert Boyle (1627–1691) irrumpió con su obra The Sceptical Chymist (1661). Considerado “el último alquimista y el primer químico moderno”, Boyle rechazó la idea de los cuatro elementos clásicos y afirmó que solo los fenómenos observables, los datos cuantitativos y la reproducibilidad —incluso entre laboratorios de naciones enemigas durante las guerras del siglo XVII— podían sustentar teorías químicas. Su escepticismo radical descartó explicaciones basadas en milagros, ocultismo o dogmas espirituales, sentando las bases de un método experimental riguroso.

Figura 1. Mijaíl Lomonósov (1711–1765) fue un polímata ruso, pionero en física, química, poesía y lingüística, considerado uno de los fundadores de la ciencia moderna en Rusia. Nacido en una aldea del norte, viajó a Moscú para estudiar y más tarde se formó en Alemania, absorbiendo ideas ilustradas. En química, defendió la ley de conservación de la masa antes que Lavoisier, y fue uno de los primeros en intuir la existencia del calor como movimiento de partículas. Fundó la Universidad de Moscú en 1755 y promovió la educación científica en ruso. También destacó en la óptica, la mineralogía y la historia. Su obra integró ciencia y humanismo, marcando el inicio de la Ilustración en Rusia.

Figura 2. Joseph Black (1728–1799) fue un médico y químico escocés cuyas investigaciones sentaron las bases de la termodinámica moderna. Es reconocido por descubrir el dióxido de carbono (al que llamó "aire fijo") y por introducir los conceptos de calor latente y calor específico, fundamentales para entender los cambios de estado de la materia. Fue profesor en la Universidad de Glasgow y más tarde en Edimburgo, donde influyó notablemente en James Watt, inventor de la máquina de vapor. Black combinó una rigurosa práctica experimental con un pensamiento teórico innovador. Su enfoque cuantitativo de la química contribuyó al tránsito desde la alquimia hacia una ciencia más precisa y empírica. Fue una figura clave en la Ilustración escocesa.

En 1756, en San Petersburgo, Mikhail Lomonosov publicó su Disertación sobre la conservación de la masa, donde, al calentar óxidos de plomo en recipientes cerrados, concluyó que la masa total permanecía invariable. Casi al mismo tiempo, en Edimburgo (1754), Joseph Black, en su tratado Experiments upon Magnesia Alba, observó que al descomponer carbonatos el “aire fijo” liberado compensaba exactamente la pérdida de peso, apuntando sin declararlo formalmente a la ley de conservación de la materia. Paralelamente, en Londres y París, figuras como Joseph Priestley (1774) aislaban nuevos gases y Daniel Gabriel Fahrenheit (1714) perfeccionaba el termómetro de mercurio, estableciendo escalas reproducibles. Todos estos hallazgos surgieron en medio de la intensa rivalidad prenapoleónica entre Francia e Inglaterra, donde el afán por patrocinios reales y el prestigio científico empujó a los laboratorios a comparar datos experimentales y reafirmar la reproducibilidad de sus resultados.

En el siglo XVIII, gran parte de la química dependía de la riqueza personal de sus practicantes, pues solo quienes contaban con medios sobrados podían costear equipamiento, reactivos y personal de laboratorio. Un claro ejemplo es Antoine Lavoisier: como Fermier général (recaudador de impuestos) en París, disponía de recursos que le permitieron financiar sus propios experimentos. En 1771, Lavoisier se casó con Marie‑Anne Pierrette Paulze, entonces su alumna de trece años, y pronto se convirtió en su indispensable colaboradora: ella traducía tratados ingleses, dibujaba los aparatos y anotaba meticulosamente las mediciones. De este modo, la “etiqueta Lavoisier” debe entenderse como fruto de una colaboración matrimonial indisoluble. Su flamante posición y su hogar-laboratorio prosperaron hasta estallar la Revolución Francesa (1789), que no solo cuestionó los privilegios de la aristocracia fiscal, sino que transformó radicalmente el mecenazgo y la práctica científica en Europa.

Figura 3. La École Polytechnique, fundada en 1794 durante la Revolución Francesa, es una de las instituciones científicas más prestigiosas de Francia. Nació con el objetivo de formar ingenieros y científicos al servicio del Estado, combinando la excelencia académica con una formación militar. Su enfoque riguroso en matemáticas, física y química impulsó avances fundamentales en la ciencia moderna. Entre sus más ilustres químicos se encuentran Claude-Louis Berthollet, pionero del equilibrio químico; Gay-Lussac, célebre por sus estudios sobre gases y leyes volumétricas; y Marcellin Berthelot, influyente en la termoquímica y la síntesis orgánica. La École fomentó una cultura científica profundamente racionalista y aplicada, convirtiéndose en un símbolo de la alianza entre ciencia, Estado y progreso durante y después del periodo napoleónico.

Durante la convulsión revolucionaria, muchos científicos de la alta y media nobleza se encontraron en una encrucijada. Algunos, como Antoine Lavoisier, vieron truncada su carrera al asociarse con el antiguo régimen y fueron víctimas del terror: Lavoisier fue guillotinado en París en 1794. Otros, como Claude Louis Berthollet, lograron navegar la marejada política aliándose con los nuevos comités y poniendo su pericia al servicio de la República. Así, mientras unos perdían la cabeza —literalmente—, otros salvaban su posición gracias a un delicado equilibrio entre convicciones científicas y capacidad para adaptarse al viento revolucionario.

Con el golpe de Thermidor y el establecimiento de gobiernos más centristas —a menudo hipócritas en su retórica pero muy pragmáticos a la hora de impulsar la industria y la ciencia— se diseñó un modelo educativo estatal que sustituyó el antiguo mecenazgo aristocrático. En 1794 se creó la École centrale des travaux publics (renombrada luego École Polytechnique), concebida como un colegio de élite para formar ingenieros militares e intelectuales de alto nivel. Este centro, tutelado por el Estado, concentró lo mejor del saber matemático, físico y químico, y supuso la profesionalización de la investigación científica en Francia.

Fue en ese ambiente de meritocracia impulsada desde las instituciones donde brillaron jóvenes como Joseph Louis Gay‑Lussac, pionero de la química de los gases, cuyos estudios de dilatación y combinación de volúmenes sentaron las bases de la teoría moderna de los gases. Desde la École Polytechnique también se organizaron expediciones, como la de 1798–1801 a Egipto, en la que Berthollet y Joseph Fourier aplicaron conceptos de equilibrio químico para analizar minerales y compuestos en climas extremos. De este modo, la transición revolucionaria forjó no solo el futuro político de Francia, sino también el de su ciencia: de la fragilidad del mecenazgo personal a la solidez de instituciones estatales dedicadas al progreso del conocimiento.

Durante la era napoleónica, Francia vivió una verdadera revolución científica y técnica paralela a sus campañas militares. Bajo el Consulado y el Imperio, Napoleón fortaleció instituciones como la École Polytechnique y el Institut de France, garantizando que ingenieros, matemáticos y químicos —Monge, Fourcroy, Berthollet— colaboraran estrechamente con el Estado. Se estandarizó el sistema métrico, se impulsaron las reformas agrarias y se construyeron carreteras y canales para mejorar la logística militar y civil. Mientras los ejércitos franceses lograban victorias como Austerlitz (1805) y Jena-Auerstedt (1806), estos avances técnicos aseguraban suministros, uniformes y municiones más fiables, al tiempo que consolidaban la primacía de la ciencia aplicada en el proyecto imperial.

En el resto de Europa, las conquistas y alianzas de Napoleón provocaron un trasvase de ideas y reformas administrativas: el Código Napoleónico extendió conceptos de igualdad ante la ley, y el sistema métrico se adoptó en territorios tan diversos como la Confederación del Rin o los Países Bajos. Incluso en medio de la guerra —de la península ibérica a la campaña de Rusia (1812)—, florecieron escuelas técnicas y academias militares, que formaron oficiales con sólidos conocimientos de artillería, balística y cartografía. Asimismo, la secularización de antiguos dominios eclesiásticos permitió la creación de nuevos laboratorios, universidades y museos en Italia y Alemania, de modo que, pese al estruendo de las batallas, la luz de la ciencia siguió expandiéndose por todo el continente.

Tras la derrota de Napoleón y la firma del Congreso de Viena (1814–1815), Europa entró en una fase de relativa estabilidad política que favoreció el florecimiento de la química industrial. La paz permitió que el proceso Leblanc para la producción de sosa cáustica se difundiera por Gran Bretaña y el continente, abasteciendo las crecientes industrias textil y del vidrio. Al mismo tiempo, la aceptación gradual de la teoría atómica de Dalton y los estudios de Gay‑Lussac y Avogadro sobre los gases trazó los cimientos de la química física moderna. En las universidades alemanas, donde el sistema de investigación se robustecía, Justus von Liebig fundó en Giessen (1824) el primer laboratorio de enseñanza práctica, conectando los avances de la química orgánica con las necesidades de la agricultura y la medicina.

Figura 4. Justus von Liebig (1803–1873) fue un químico alemán fundamental en el desarrollo de la química orgánica y agrícola. Nacido en Darmstadt, estudió en París con destacados científicos como Gay-Lussac. En 1824, fue nombrado profesor en la Universidad de Giessen, donde fundó uno de los primeros laboratorios de enseñanza química moderna. Liebig revolucionó la enseñanza científica al enfatizar la experimentación práctica y la investigación en laboratorio. Sus estudios sobre fertilizantes, nutrición vegetal y química de los alimentos sentaron las bases de la agricultura moderna. También fue pionero en el análisis orgánico y descubrió la importancia del nitrógeno en la nutrición. Su influencia se extendió por Europa y América, formando una generación de químicos que transformaron tanto la ciencia como la industria.

Durante la Primavera de los Pueblos (1848), el oleaje revolucionario impulsó nuevos debates sobre libertad de conciencia y organización social, pero también catalizó la formación de sociedades científicas y la expansión de publicaciones especializadas. En Francia y Alemania florecieron revistas como las Annales de Chimie et de Physique, y en 1848 Louis Pasteur aprovechó el contexto liberal para investigar las propiedades asimétricas del ácido tartárico, sentando las bases de la química orgánica estereoespecífica. Aun en medio de barricadas y manifestaciones, los laboratorios universitarios se convirtieron en espacios de legitimidad intelectual, donde las naciones buscaban prestigio tanto en política como en ciencia.

Mientras tanto, en Estados Unidos surgía una ciencia independiente. En Yale, Benjamin Silliman inauguró en 1804 el primer laboratorio de química y, en 1818, fundó el American Journal of Science, difundiendo resultados de análisis de minerales y la incipiente industria del petróleo. El establecimiento del Smithsonian Institution (1846) y la creación de cátedras de química en universidades como Harvard y la Universidad de Míchigan reflejaron un compromiso creciente con la investigación. Así, al tiempo que Europa redefinía sus fronteras, Estados Unidos sembraba las primeras semillas de una tradición científica propia, que pronto rivalizaría con las viejas potencias.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, Alemania emergió como la potencia líder en química, gracias a una articulación sin precedentes entre universidades, laboratorios estatales y empresas privadas. En especial, la industria de los colorantes sintéticos se convirtió en una de las más robustas: en 1856, William Perkin, en Inglaterra, descubrió accidentalmente la malva de anilina, pero fueron químicos alemanes como August Wilhelm von Hofmann y Carl Graebe quienes perfeccionaron su síntesis y extendieron su uso comercial. Compañías como BASF, Bayer y Hoechst desarrollaron métodos para la producción a gran escala de pigmentos como el azul de metileno, el rojo alizarina y el amarillo de cromo, que no solo revolucionaron la industria textil, sino que también sirvieron como precursores de medicamentos y antisépticos, cimentando el vínculo entre química y farmacología.

Figura 5. La infantería prusiana del siglo XIX se destacó por su disciplina férrea, organización meticulosa y adopción temprana de innovaciones tecnológicas. Uno de sus avances clave fue el uso de mosquetes estriados, también conocidos como rifles de ánima rayada, que ofrecían mayor precisión, alcance y poder de penetración en comparación con los mosquetes lisos utilizados por la infantería napoleónica. Mientras que las tropas de Napoleón confiaban en descargas cerradas a corta distancia, los prusianos podían impactar eficazmente desde posiciones más lejanas, reduciendo su exposición al fuego enemigo. Esta ventaja técnica, unida al entrenamiento táctico prusiano, representó un cambio en el arte de la guerra, marcando el paso hacia el combate moderno y evidenciando el impacto directo de los avances científicos en armamento.

El creciente prestigio de la química alemana generó tensiones con Francia, aún herida por la derrota en la Guerra Franco-Prusiana (1870–71). El conflicto no solo fue militar: fue también intelectual y industrial. Francia, tradicionalmente orgullosa de su legado científico ilustrado, vio cómo la hegemonía pasaba a manos alemanas. Esta rivalidad se tradujo en la creación de instituciones científicas y programas educativos enfocados en recuperar el terreno perdido, mientras que en Alemania se consolidó un modelo de investigación aplicada, apoyado por el estado y el sector privado, capaz de traducir el saber químico en armamento, medicinas y productos de consumo masivo. A esto se sumaba una tradición universitaria sólida, con figuras como Kekulé, Liebig y más tarde Emil Fischer, quienes consolidaron la química orgánica como una disciplina sistemática.

En paralelo, en Inglaterra, el desarrollo de la termodinámica aportó un marco teórico esencial para entender la energía en las reacciones químicas. Rudolf Clausius (aunque alemán) y William Thomson (Lord Kelvin) fueron figuras clave en formalizar conceptos como la entropía y el equilibrio químico, esenciales para la futura química física. Al mismo tiempo, el estudio de la electroquímica avanzó gracias a las investigaciones de Michael Faraday, cuyas leyes de la electrólisis (1834) abrieron la puerta a procesos como la obtención del aluminio, antes extremadamente costoso y reservado a élites. La posterior invención del proceso Hall-Héroult en 1886, de forma casi simultánea por un estadounidense y un francés, permitió su producción industrial, dando lugar a nuevas aplicaciones comerciales y militares, desde cables eléctricos hasta componentes aeronáuticos.

La carrera por el descubrimiento de nuevos elementos se intensificó hacia finales del siglo XIX. A través de técnicas como el espectroscopio, científicos como Bunsen y Kirchhoff identificaron elementos como el cesio y el rubidio, mientras que el sueco Mendeleev, organizando los elementos según su masa atómica, propuso la tabla periódica en 1869. El sistema no solo predijo elementos aún no descubiertos, sino que ofreció una imagen cohesionada de la materia. Sin embargo, esta creciente comprensión de la estructura atómica también trajo una angustia filosófica: al revelar una materia intrincada, divisible y gobernada por leyes cada vez más abstractas, algunos científicos sintieron que el universo se alejaba de la armonía clásica.

Figura 6. La ametralladora Gatling, inventada por Richard J. Gatling en 1861, fue posible gracias a avances clave en metalurgia y mecanizado de precisión, que permitieron construir piezas móviles resistentes y confiables. El uso de acero endurecido, la producción en serie de componentes y la mejora en la pólvora sin humo facilitaron un arma de disparo rápido y sostenido, superando completamente la cadencia de fuego de la infantería en línea napoleónica. Durante la Guerra de Secesión americana (1861–1865), aunque su uso fue limitado, la Gatling demostró su capacidad de cambiar la naturaleza del combate, anticipando la guerra industrial del siglo XX. Su aparición evidenció que la ciencia de materiales podía redefinir el campo de batalla y la estrategia militar.

A fines del siglo XIX, la química de materiales y los avances en metalurgia transformaron de manera radical el arte de la guerra, incluso antes de que muchos estrategas comprendieran las consecuencias de estos cambios. El perfeccionamiento del acero templado, la invención de nuevos explosivos como la nitroglicerina y la cordita, y, especialmente, la mejora del rifle de ánima estriada, cambiaron por completo las condiciones del combate. A diferencia de los mosquetes de cañón liso, los nuevos rifles tenían mayor precisión, alcance y velocidad, lo que volvía suicida cualquier intento de mantener las formaciones en línea típicas del siglo XVIII. Sin embargo, muchos generales, aún formados en tradiciones anteriores, continuaron utilizando tácticas obsoletas, subestimando el impacto real de estos avances.

Durante conflictos como la Guerra de Secesión estadounidense (1861–1865) o la Guerra Franco-Prusiana (1870–1871), las consecuencias de esta desconexión entre el progreso tecnológico y la doctrina militar se hicieron dolorosamente evidentes. Miles de soldados murieron innecesariamente en cargas frontales contra armas que ya habían alcanzado niveles de letalidad industrial. El campo de batalla se volvió un laboratorio involuntario, donde la inercia cultural pesaba más que la innovación. Las trincheras, el uso estratégico del terreno, e incluso las primeras formas de artillería química comenzarían a aparecer como respuesta tardía a un enemigo que ya no podía enfrentarse cuerpo a cuerpo. La guerra, hasta entonces considerada una cuestión de honor o de maniobras, empezaba a convertirse en una ciencia de la destrucción, alimentada por laboratorios más que por espadas.

Esta trágica falta de sincronía demuestra una lección persistente: los avances científicos no garantizan por sí mismos un cambio racional o inmediato en las estructuras de poder o toma de decisiones. Por el contrario, cuando el conocimiento queda en manos de líderes sin la capacidad o voluntad de comprenderlo, puede ser mal aplicado, subestimado o directamente ignorado, con consecuencias catastróficas. La ciencia avanza a menudo más rápido que las mentalidades que deberían adaptarse a ella. Justo antes de que físicos como Millikan, con su famoso experimento de la gota de aceite (1909), comenzaran a revelar con precisión la carga del electrón, el mundo se encontraba ya encaminado hacia una guerra que pondría a prueba, de forma brutal, los límites éticos, técnicos y sociales de todo el saber químico acumulado hasta entonces.

Referencias

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