El Homo sapiens ha estado ligado a la química desde tiempos remotos, incluso antes de su evolución completa como especie moderna, hace aproximadamente 300 000 años en África. Uno de los avances más trascendentales fue el control del fuego, ocurrido hace al menos 1.5 millones de años, posiblemente por Homo erectus. Este descubrimiento permitió no solo la cocción de alimentos —lo que facilitó la digestión y redujo el tamaño del intestino— sino también el desarrollo de herramientas más eficientes y el procesamiento de materiales. Estos cambios fisiológicos y conductuales contribuyeron al crecimiento del cerebro humano, un factor clave en el surgimiento del pensamiento abstracto y la cultura.
Durante el Paleolítico, los grupos humanos utilizaban sustancias naturales como pigmentos minerales (óxidos de hierro y manganeso) para realizar pinturas rupestres, como las de la cueva de Altamira en España, datadas en unos 36 000 años. Con la llegada del Neolítico, hacia el 10 000 a.C., se intensificó el uso de procesos químicos rudimentarios, como la fermentación de granos y frutas para producir bebidas alcohólicas y alimentos conservados, prácticas observadas en diversas culturas desde Mesopotamia hasta el valle del Indo.
Las primeras civilizaciones, como la egipcia, mesopotámica y china, no solo perfeccionaron estas técnicas, sino que también comenzaron a crear materiales artificiales. En Egipto, hacia el 2 600 a.C., ya se fabricaban azulejos vidriados mediante procesos de fundido con sales y óxidos metálicos, lo que representa uno de los primeros ejemplos de química aplicada en el ámbito estético y funcional. Los babilonios y los sumerios también dejaron registros de recetas y fórmulas químicas en tablillas de arcilla, algunas relacionadas con la metalurgia, la medicina y la elaboración de perfumes.
Los metales fueron, sin duda, de los materiales más relevantes en el desarrollo de la civilización. El cobre fue uno de los primeros en ser utilizado, ya que puede encontrarse en forma nativa y es relativamente fácil de trabajar. Posteriormente, la aleación de cobre con estaño dio origen al bronce, hacia el 3 000 a.C., marcando el inicio de la llamada Edad del Bronce, una etapa de avances tecnológicos y expansión cultural en regiones como Mesopotamia, Egipto, India y China.
Sin embargo, fue el oro el metal que más fascinó al ser humano desde la antigüedad. Su incorruptibilidad, brillo eterno y rareza lo convirtieron en un símbolo de lo divino y lo eterno. Asociado al Sol, a los dioses y a la vida eterna, el oro trascendió lo utilitario para adquirir un valor ritual, simbólico y económico. Fue usado como medio de intercambio, objeto de adorno, y signo de poder, reservado a reyes, sacerdotes y élites de las primeras civilizaciones. Su importancia fue tan grande que muchas culturas lo consideraban un regalo de los dioses.
A medida que el conocimiento se fue acumulando, surgieron los sabios, filósofos naturales y más tarde los alquimistas, quienes buscaron entender la materia desde una perspectiva tanto espiritual como experimental. Uno de los centros de conocimiento más influyentes de la antigüedad fue la Biblioteca de Alejandría, fundada en el siglo III a.C. en Egipto bajo el reinado de Ptolomeo I. Esta institución, que llegó a albergar más de 700 000 manuscritos, fue lo más cercano al concepto moderno de universidad: un lugar donde convergían las tradiciones científicas de Grecia, Egipto, Persia, India y más allá.
En ese entorno intelectual diverso floreció la alquimia, una disciplina que combinaba observación empírica con misticismo, y que es considerada precursora de la química moderna. Uno de los nombres más destacados fue María la Judía (Maria Prophetissima), quien vivió entre los siglos I y III d.C. y es considerada una de las madres de la alquimia. A ella se le atribuye la invención de aparatos como el baño maría y técnicas de destilación, fundamentales para la evolución posterior de la química.
Los alquimistas perseguían metas ambiciosas como la transmutación de metales vulgares en oro, especialmente del plomo, y la búsqueda del elixir de la vida, una sustancia que otorgaría longevidad o incluso inmortalidad. Aunque sus metas no fueron alcanzadas tal como las imaginaban, sus experimentos, observaciones y registros fueron esenciales para el nacimiento de la química experimental siglos más tarde.
Los griegos y, más tarde, los europeos medievales quedaron profundamente fascinados por la alquimia, heredada y reinterpretada a través de los textos egipcios y árabes. Esta disciplina, con su mezcla de ciencia, misticismo y filosofía, se convirtió en una poderosa fuerza intelectual durante siglos. Aunque su meta central —la transmutación de metales en oro— nunca se logró, el camino hacia ese objetivo produjo importantes descubrimientos técnicos.
Uno de los casos más emblemáticos es el del fósforo, aislado por el alquimista alemán Hennig Brand en 1669, mientras intentaba encontrar la piedra filosofal a partir de la orina. El resultado fue un elemento que brillaba en la oscuridad, causando tanto asombro que quienes lo veían lo comparaban con magos que manipulaban esferas luminosas. Este tipo de hallazgos mostraba que, más allá de sus fines esotéricos, los alquimistas estaban generando conocimiento útil y replicable.
Entre los alquimistas más influyentes destacan figuras como Jabir ibn Hayyan (Geber), quien vivió en el siglo VIII en el mundo islámico y es considerado por muchos como el padre de la química árabe. Desarrolló y documentó técnicas como la destilación, la sublimación y la cristalización, y escribió más de un centenar de obras que influirían en Europa durante siglos. Otro destacado fue Paracelso (1493–1541), médico y alquimista suizo, quien revolucionó la medicina al introducir el uso de compuestos químicos como tratamientos, sentando las bases de la farmacología moderna.
Sin embargo, no todos los alquimistas eran genuinos buscadores del conocimiento. También hubo charlatanes y embaucadores, que vendían falsas promesas de riqueza y juventud eterna, desprestigiando la disciplina en ciertos círculos.
Con la llegada de la Edad Media, los centros intelectuales se desplazaron del mundo grecorromano hacia el Cercano Oriente, donde florecieron nuevas escuelas de pensamiento. Filósofos persas como Avicena (Ibn Sina, 980–1037) y Al-Razi (Rhazes, 865–925) fueron fundamentales para preservar, traducir y expandir el conocimiento de la antigüedad. Al-Razi, por ejemplo, realizó importantes avances en química médica, clasificó sustancias, y describió con precisión el uso de ácidos, destiladores y hornos. Avicena, por su parte, integró la alquimia en su visión médica y filosófica, y criticó abiertamente algunas de sus ideas místicas, proponiendo un enfoque más racional y sistemático.
Este legado árabe-persa fue crucial para el posterior renacimiento científico europeo, ya que muchas de sus obras fueron traducidas al latín entre los siglos XII y XIII en centros como Toledo y Salerno, reavivando el interés por la alquimia y plantando las semillas de la química moderna.
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