Las primeras formas de medición se
originaron a partir del cuerpo humano, en especial de nuestras manos.
Probablemente, los cazadores-recolectores de las primeras
comunidades humanas usaban señas con los dedos para indicar la cantidad de
presas cazadas, la dirección del grupo o la distancia recorrida. Esta forma de
comunicación visual y gestual, aún presente en algunas tribus actuales, fue fundamental
en entornos donde el lenguaje hablado era limitado o carecía de términos
precisos para expresar cantidades. Las manos, por su disponibilidad y
universalidad, se convirtieron en una herramienta natural para contar y
señalar. Esta necesidad de organizar el mundo a través de la observación
también se manifestó en los registros más antiguos encontrados en pinturas
rupestres, donde se han identificado patrones que posiblemente
representaban ciclos lunares, migraciones de animales o estaciones
del año. Estos rastros sugieren que, incluso desde tiempos remotos, los seres
humanos sintieron la urgencia de medir, contar y predecir, dando
así los primeros pasos hacia los sistemas de medición que más tarde
desarrollarían las civilizaciones avanzadas.
Figura
1. Las tablillas
cuneiformes ofrecen una mirada mundana al comercio antiguo,
revelando recibos, contratos y acuerdos sobre precios y
cantidades. Demuestran que los mercaderes mesopotámicos usaban medidas
estandarizadas y contabilidad sofisticada. La medición era
una necesidad concreta. Incluso, muestran técnicas algebraicas
tempranas para reparto, interés y proporciones comerciales,
evidenciando la complejidad de sus economías.
La medición dio un giro fundamental con el
surgimiento de transformaciones claves en la historia humana, que aunque
comenzaron en distintos momentos, en ciertas regiones ocurrieron de forma
simultánea y dieron lugar a las primeras civilizaciones con sistemas
matemáticos avanzados. Hacia el 9000 a.C., en el Creciente Fértil —una
región que abarca partes del actual Irak, Siria, Turquía e Irán— comenzaron a
aparecer las primeras formas de agricultura y ganadería. Este cambio de vida
requirió nuevas maneras de contar y medir, ya que era necesario calcular la
cantidad de semillas, cosechas, animales, y planificar los tiempos de siembra y
recolección. Más adelante, hacia el 6000 a.C., con el desarrollo de aldeas más
complejas, se hizo evidente la necesidad de aplicar medidas también en la
construcción, donde resultaba imprescindible calcular cantidades de materiales,
tamaños de estructuras y distancias entre espacios.
A medida que estas comunidades crecían, fue necesario
establecer formas de organización estatal más centralizadas.
Esto ocurrió especialmente entre el 4000 y el 3100 a.C. en Sumeria,
al sur de Mesopotamia, donde surgieron las primeras ciudades-estado como Uruk y Ur.
Allí, los gobiernos necesitaban calcular áreas de tierra para distribuirlas,
cobrar impuestos o planificar cosechas, y para ello desarrollaron sistemas
numéricos avanzados basados en múltiplos de 60. Este desarrollo
simultáneo de agricultura, construcción y gobierno organizado fue lo que
permitió que Sumeria diera origen a la primera civilización con un sistema
matemático formal, capaz de realizar operaciones complejas, registrar datos en
tablillas de arcilla y utilizar la geometría para cuestiones prácticas como la
topografía y la arquitectura. A partir de este punto, la medición dejó de ser
una práctica empírica basada en el cuerpo humano o en la experiencia directa, y
se transformó en un saber especializado, fundamental para el funcionamiento de
una sociedad compleja.
Figura
2. Las
medidas como el codo o el pie perduraron milenios, pero sus definiciones
exactas variaban frecuentemente con cada gobernante por razones simbólicas
y prácticas. Esto causaba problemas en el comercio y la construcción
por la inconsistencia. A pesar de su gran imprecisión técnica, estas
unidades persistieron por su conexión con el cuerpo humano, lo que
facilitaba su uso cotidiano, aunque a costa de la exactitud.
Con el surgimiento de las comunicaciones entre las
ciudades-estado, apareció el comercio a gran escala, mucho mayor
que la simple economía de subsistencia. El intercambio de productos entre
regiones diversas requería no solo transporte y acuerdos diplomáticos, sino
también métodos precisos para hacer trueques justos. ¿Cómo convertir una
cantidad de grano en cabezas de ganado? ¿Cómo saber cuántas vasijas de aceite
equivalen a una joya o a una herramienta de bronce? Por ejemplo, si alguien
establecía un negocio con el señor de la guerra local a razón de tres gallinas
por cada cisne, ¿cuántas gallinas habría que entregar para obtener diez cisnes?
Este tipo de problemas prácticos motivó la creación de reglas y métodos para
operar con cantidades, proporciones y equivalencias. Así, la vida económica
estimuló el surgimiento de formas de pensamiento abstracto y simbólico que
dieron lugar a las primeras expresiones de álgebra, miles de años
antes de que se consolidaran los sistemas algebraicos árabes en la Edad Media.
Los escribas y contadores de estas
civilizaciones tempranas, especialmente en Mesopotamia y Egipto desde el tercer
milenio a.C., desarrollaron técnicas para resolver problemas de proporción,
reglas de tres y ecuaciones simples con incógnitas. Estas técnicas, aunque
expresadas en lenguaje verbal o en sistemas numéricos pictográficos, contenían
una lógica algebraica que hoy reconocemos claramente. No se trataba solo de
operaciones aisladas: también surgieron procedimientos sistemáticos y
generalizables para aplicar en diferentes contextos. Esta forma de
razonamiento, base de lo que más tarde sería el álgebra analítica,
permitió resolver casos diversos mediante pasos repetibles y organizados,
incluso cuando los números eran fraccionarios o las operaciones requerían
cálculos en diferentes unidades. En definitiva, la necesidad de comerciar
impulsó el avance de la matemática hacia formas más abstractas, funcionales y
poderosas.
Figura
3. El Imperio
Romano perduró gracias a burócratas eficientes que mantenían registros
meticulosos. Esto fue posible por sistemas de medición estandarizados
como la libra, el pie y el modius. Dichas unidades
uniformes permitieron controlar su vasto territorio, facilitando la construcción
de acueductos y la recaudación de tributos. Esta base técnica y
organizativa confirió coherencia y estabilidad al imperio, incluso
ante emperadores inestables.
Uno de los ciclos más significativos en esta evolución fue
el que se dio tras el colapso del Imperio romano de Occidente en
el siglo V d.C. La fragmentación política de Europa durante la Edad Media trajo
consigo una descentralización profunda de los sistemas de medición. Cada
ciudad, señorío o gremio podía tener sus propias unidades, generando un caos
administrativo y comercial. Sin embargo, con el resurgimiento de los grandes
imperios modernos, como el francés y el británico entre los siglos XVII y XIX,
se emprendió una recentralización sistemática de la medición. En Francia, por
ejemplo, el sistema métrico nació como una expresión del
espíritu racionalista de la Ilustración, con el objetivo de eliminar la
confusión heredada del pasado feudal. El Imperio británico, por su parte,
también extendió su sistema de medidas, aunque más ligado a su tradición nacional
que a principios universales.
Pese a la caída de estos imperios, muchas de las naciones
emergentes heredaron y adoptaron un enfoque más racional y funcional respecto a
la medición, menos atado al orgullo nacionalista y más centrado en la utilidad
científica y comercial. La estandarización internacional de
las medidas se convirtió en una herramienta clave para facilitar el comercio,
promover el entendimiento técnico entre países y sostener la creciente
globalización de las economías. En este sentido, la historia de la medición no
solo es un reflejo de las capacidades técnicas de una civilización, sino
también de sus valores organizativos y de su vocación de entendimiento mutuo.
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