A partir del inicio del siglo XX, la química
experimentó una transformación radical con la popularización de la teoría
atómica. A medida que la física y la química se entrelazaban
más estrechamente, la estructura atómica se convirtió en el centro de la
investigación científica. Este cambio no solo se debió a los avances en el
estudio de los gases, la termodinámica y la espectroscopía,
sino también a los progresos en la teoría cuántica y la física
nuclear, que revelaron nuevas facetas de la materia. Sin embargo, mientras
que la teoría atómica proporcionaba respuestas fundamentales, también se
convertía en un fetiche: una abstracción científica en la que muchos
depositaron una confianza casi ilimitada. Este periodo, marcado por la
competencia internacional y la creciente rivalidad entre las grandes
potencias, sentó las bases para descubrimientos trascendentales, pero también
trajo consigo dilemas filosóficos y éticos que se intensificarían durante la Guerra
Fría.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la industria
química experimentó una transformación radical gracias al avance de
la industrialización y la creciente demanda de nuevos materiales. Se
descubrieron y sintetizaron elementos químicos como el radón y el
polonio, y las sustancias como los plásticos comenzaban a
cambiar por completo el panorama material de la época. La química aplicada
a la industria pasó a un primer plano, desde la fabricación de productos
farmacéuticos hasta el desarrollo de materiales sintéticos, lo que incrementó
la necesidad de una estandarización de los procesos químicos. Las sociedades
científicas se multiplicaron en todo el mundo, y la colaboración
internacional fue fundamental para los avances de la química y su integración a
la vida cotidiana.
Sin embargo, el debate en torno a la existencia del átomo
persistió durante esta época. Para algunos científicos, como August Wilhelm
von Hofmann, el átomo era una construcción útil, pero no una
realidad concreta. La teoría atómica de Dalton era ampliamente
aceptada, pero la estructura de los átomos seguía siendo un enigma. El
átomo se concebía principalmente como una herramienta conceptual, un modelo
eficaz para describir las reacciones químicas, pero su existencia real era
cuestionada. La ciencia se encontraba atrapada entre la teoría atómica
de Dalton y los avances experimentales que todavía no proporcionaban pruebas
concluyentes sobre la naturaleza interna del átomo.
El cambio decisivo en la comprensión de la estructura
atómica llegó a principios del siglo XX, impulsado por los trabajos pioneros de
J.J. Thomson y Jean Perrin. El descubrimiento del electrón
por Thomson en 1897 proporcionó la primera evidencia tangible de que los átomos
no eran indivisibles, como se había creído hasta entonces. En la siguiente
década, Perrin, mediante experimentos con movimiento browniano, ofreció
pruebas adicionales que confirmaban la existencia de los átomos como entidades
físicas reales, lo que llevó finalmente a los científicos a centrar sus
investigaciones no solo en la existencia de los átomos, sino en su estructura
interna. Este cambio fundamental en la comprensión de la materia
inauguró una nueva era en la que la química y la física se entrelazaron de
manera más profunda, sentando las bases para los avances en la física nuclear y
la química cuántica del siglo XX.
La Belle Époque (aproximadamente desde 1871 hasta
1914) fue una época de gran prosperidad y avances científicos, especialmente en
química. La paz relativa en Europa permitió el florecimiento de
la ciencia, con descubrimientos clave como la tabla periódica de Mendeleiev,
el descubrimiento de los gases nobles y la expansión de la química
orgánica. Este período también fue testigo de avances fundamentales en el
ámbito de los materiales, como el acero de bajo costo, que impulsó la
revolución industrial. La química tuvo un papel central en estos
avances, contribuyendo a la creación de nuevos materiales, como los primeros
plásticos, que revolucionaron la vida cotidiana. A su vez, las grandes
potencias establecieron sociedades científicas y colaboraron a nivel
internacional, logrando un intercambio de conocimiento sin precedentes. Las ciudades
de Europa se convirtieron en centros de cultura y ciencia, donde grandes
nombres como Marie Curie, Pierre Curie, J.J. Thomson y Friedrich
Wöhler realizaron descubrimientos claves, impulsando la modernidad
científica.
Sin embargo, esta época de esplendor también estuvo marcada
por las sombras del colonialismo y el racismo. Las potencias
europeas utilizaron los avances científicos en química para
justificar y expandir el extractivismo y el dominio sobre otras
culturas. Las materias primas extraídas de África y Asia fueron
procesadas en fábricas europeas, alimentando una economía industrial que se
basaba en la explotación de pueblos colonizados. En este contexto, la química
también se utilizó para crear nuevos materiales para la guerra y los avances
armamentísticos, exacerbando las tensiones entre las grandes potencias. La carrera
armamentista alcanzó su punto culminante en la Primera Guerra Mundial,
un conflicto devastador donde la industria desempeñó un papel crucial.
El uso de gases venenosos en el campo de batalla, como el cloro y el
fosgeno, fue uno de los ejemplos más horribles de la aplicación militar de los
avances químicos. Durante la guerra, los científicos que antes fueron
celebrados como héroes pasaron a ser utilizados como recursos en el
esfuerzo bélico. Muchos de los líderes científicos fueron forzados a ir al
frente o incluso murieron en el conflicto, como el caso del químico Fritz
Haber, quien desarrolló el proceso de síntesis de amoníaco y también
colaboró en el desarrollo de armas químicas, y murió después de la guerra
debido al impacto moral de su participación en la guerra química.
A nivel científico, la guerra mundial también tuvo repercusiones significativas. Ernest Rutherford, uno de los científicos más prominentes de la época, convenció a los líderes científicos británicos, durante la Primera Guerra Mundial, de que sus más grandes mentes científicas deberían permanecer al margen del conflicto. Rutherford, como muchos otros científicos, comprendió que la química y la física no podían seguir siendo usadas para fines destructivos y que la guerra industrial había cambiado irreversiblemente la forma en que la ciencia podía ser utilizada. De manera trágica, el joven Henry Moseley, quien fue uno de los científicos más brillantes de su generación y quien desarrolló la ley de Moseley sobre el número atómico, fue una de las víctimas de la guerra. Moseley, que estaba en el pico de su carrera, fue muerto en acción a los 27 años, un trágico recordatorio de cómo los avances científicos se vieron truncados por la violencia del conflicto.
La mortalidad no se limitaba solo a los
soldados, sino que también afectaba a los civiles y a aquellos que antes
eran considerados intocables, como los oficiales. La Belle Époque
representó así una era de avances, pero también de grandes contradicciones, en
la que la química como ciencia se utilizó tanto para el progreso como
para la destrucción, y cuya huella perduró incluso después del fin del
conflicto mundial.
Durante la Primera Guerra Mundial, la química
fue transformada en arma. Se utilizó masivamente en la forma de armas
químicas, como el gas mostaza y el cloro gaseoso, desplegados
en los campos de batalla por primera vez con consecuencias devastadoras. El
papel de los químicos se volvió crucial no solo en el frente, sino también en
la retaguardia, desarrollando compuestos, explosivos, fertilizantes sintéticos
(como el nitrato de amonio por el proceso Haber-Bosch) y
sustitutos para materiales estratégicos bloqueados por la guerra. La frontera
entre ciencia e industria militar se desdibujó, revelando el enorme poder que
la química industrial había adquirido en la era moderna. Alemania, líder
en la industria química, aprovechó su avanzada infraestructura científica para
sostener el esfuerzo bélico durante años a pesar del bloqueo.
Tras la derrota, el país quedó devastado económica y
políticamente. Sin embargo, en medio de la crisis, la ciencia alemana se
reestructuró con sorprendente rapidez. Durante el periodo de entreguerras,
florecieron centros de investigación y universidades en ciudades como Berlín,
Leipzig y Göttingen. Se fundaron sociedades científicas influyentes como la Kaiser
Wilhelm Gesellschaft, con figuras tan emblemáticas como Albert Einstein,
Fritz Haber, Otto Hahn, y Lise Meitner, entre otros. En
este periodo se consolidaron áreas clave como la físico-química, la química
de materiales, y la radioquímica. Alemania seguía liderando en electroquímica,
espectroscopía y síntesis orgánica, además de experimentar con
las primeras teorías cuánticas aplicadas a la estructura molecular.
Sin embargo, el ascenso del nazismo en los años
treinta marcó un punto de inflexión. La política racial del régimen impulsó la
expulsión o el exilio forzado de numerosos científicos de origen judío o
disidentes, como Leó Szilárd, Edward Teller, Eugene Wigner
o Otto Frisch, quienes emigraron principalmente a Estados Unidos
y Reino Unido. Esta fuga de cerebros trasladó el eje del liderazgo
científico mundial. En los laboratorios estadounidenses, como el de la Universidad
de Chicago o el Caltech, se incorporaron estas mentes brillantes a
una infraestructura académica e industrial en expansión, que culminaría en
proyectos como el Proyecto Manhattan. Este esfuerzo secreto, de escala
colosal, integró física, química e ingeniería para desarrollar la bomba
atómica, utilizando los conocimientos acumulados sobre fisión nuclear,
purificación de materiales radioactivos, y procesos de separación
química. El arma más destructiva concebida hasta entonces fue, en
última instancia, un producto del auge y crisis de la química moderna.
Entre 1911 y 1922, la teoría atómica
experimentó un desarrollo acelerado que transformó radicalmente la química y la
física. Tras el célebre experimento de dispersión de partículas alfa por Ernest
Rutherford, que confirmó la existencia de un núcleo atómico
concentrado, la idea del átomo dejó de ser una hipótesis útil para convertirse
en una realidad física observable. A partir de allí, el enfoque
científico se desplazó rápidamente hacia el estudio de las partículas
subatómicas, en especial el electrón, analizado a través de las
primeras teorías cuánticas formuladas por Niels Bohr (1913) y
luego refinadas con el principio de incertidumbre de Heisenberg y la mecánica
ondulatoria de Schrödinger hacia 1925. El conocimiento del átomo como
sistema complejo, regido por leyes cuánticas, abrió la puerta al
estudio del núcleo atómico, con sus protones y neutrones,
y a una nueva rama de la química y física: la física nuclear.
Este saber se integró de forma crítica al desarrollo de la bomba
nuclear. En 1939, poco antes del inicio de la Segunda Guerra
Mundial, Albert Einstein y Leó Szilárd enviaron la famosa carta
a Franklin D. Roosevelt, advirtiendo que la fisión del uranio-235
podía liberar una cantidad de energía colosal y que la Alemania nazi podría
estar trabajando en esa tecnología. Esto llevó al gobierno de EE. UU. a
financiar el Proyecto Manhattan, una empresa científico-militar sin
precedentes que requirió una inmensa cadena de suministros y avances en
la ciencia de materiales: purificación de isótopos, desarrollo de nuevos
materiales refractarios, tecnologías de electroquímica y técnicas
de separación atómica. Se crearon laboratorios enteros como Los
Álamos, Oak Ridge y Hanford, donde trabajaron miles de
científicos, muchos de ellos refugiados europeos. El 6 de agosto de 1945, con
la explosión de Hiroshima, el mundo descubrió que el poder atómico ya no
era una abstracción científica, sino una fuerza devastadora en manos humanas.
La detonación de la bomba marcó un cambio de paradigma.
El mundo quedó aterrado y fascinado: el átomo pasó a representar
el poder absoluto, comparable al de los dioses. Este imaginario penetró
profundamente en la cultura popular y en la enseñanza de la ciencia. La química,
tradicionalmente enfocada en el estudio de materiales, proporciones y
reacciones, fue absorbida por la fascinación por lo subatómico. Se
reorganizaron los planes de estudio: los cursos comenzaron a enseñar desde el modelo
atómico cuántico en adelante, desplazando el enfoque clásico sobre sustancias
y compuestos. Algunos didactas señalan que esta transformación representa
una especie de infiltración de la física en el corazón de la enseñanza
química, y que el último modelo atómico verdaderamente químico fue el de
Dalton (1808), basado en la indivisibilidad de los átomos y su
combinación en proporciones fijas. De allí nace el concepto del “fetiche
atómico”: una sobrecarga conceptual que coloca al átomo en el centro del
imaginario científico, incluso cuando su estudio pertenece más al dominio de la
física que al de la química cotidiana.
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