A partir del inicio del siglo XX, la química experimentó
una transformación radical con la popularización de la teoría atómica.
A medida que la física y la química se
entrelazaban más estrechamente, la estructura atómica se
convirtió en el centro de la investigación científica. Este cambio no solo se
debió a los avances en el estudio de los gases, la termodinámica y
la espectroscopía, sino también a los progresos en la teoría
cuántica y la física nuclear, que revelaron nuevas facetas
de la materia. Sin embargo, mientras que la teoría atómica proporcionaba
respuestas fundamentales, también se convertía en un fetiche: una
abstracción científica en la que muchos depositaron una confianza casi
ilimitada. Este periodo, marcado por la competencia internacional y la
creciente rivalidad entre las grandes potencias, sentó las
bases para descubrimientos trascendentales, pero también trajo consigo dilemas
filosóficos y éticos que se intensificarían durante la Guerra Fría.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la industria
química experimentó una transformación radical gracias
al avance de la industrialización y la creciente demanda de
nuevos materiales. Se descubrieron y sintetizaron elementos químicos como
el radón y el polonio, y las sustancias como
los plásticos comenzaban a cambiar por completo el panorama
material de la época. La química aplicada a la industria pasó
a un primer plano, desde la fabricación de productos farmacéuticos hasta el
desarrollo de materiales sintéticos, lo que incrementó la necesidad de
una estandarización de los procesos químicos. Las sociedades
científicas se multiplicaron en todo el mundo, y la colaboración
internacional fue fundamental para los avances de la química y su integración a
la vida cotidiana.
Figura
1. Marie
Curie (1867–1934), pionera de la radiactividad, fue la primera persona
en ganar dos Premios Nobel en Física y Química. Descubrió el polonio
y el radio, impulsó el uso médico de los rayos X en la Primera
Guerra Mundial y fundó el Instituto Curie. Murió por anemia aplásica
causada por radiación, dejando un legado científico duradero.
Sin embargo, el debate en torno a la existencia del átomo persistió
durante esta época. Para algunos científicos, como August Wilhelm von
Hofmann, el átomo era una construcción útil, pero no
una realidad concreta. La teoría atómica de Dalton era
ampliamente aceptada, pero la estructura de los átomos seguía
siendo un enigma. El átomo se concebía principalmente como una herramienta
conceptual, un modelo eficaz para describir las reacciones químicas, pero su
existencia real era cuestionada. La ciencia se encontraba atrapada entre la teoría
atómica de Dalton y los avances experimentales que todavía no
proporcionaban pruebas concluyentes sobre la naturaleza interna del átomo.
El cambio decisivo en la comprensión de la estructura
atómica llegó a principios del siglo XX, impulsado por los trabajos pioneros
de J.J. Thomson y Jean Perrin. El descubrimiento
del electrón por Thomson en 1897 proporcionó la primera
evidencia tangible de que los átomos no eran indivisibles, como se había creído
hasta entonces. En la siguiente década, Perrin, mediante experimentos con movimiento
browniano, ofreció pruebas adicionales que confirmaban la existencia de los
átomos como entidades físicas reales, lo que llevó finalmente a los científicos
a centrar sus investigaciones no solo en la existencia de los átomos, sino en
su estructura interna. Este cambio fundamental en la comprensión de
la materia inauguró una nueva era en la que la química y la
física se entrelazaron de manera más profunda, sentando las bases para los
avances en la física nuclear y la química cuántica del siglo XX.
Figura
2. Durante
la Belle Époque, la anilina sintética, liderada por empresas
alemanas como BASF y Hoechst, desplazó colorantes naturales como
el índigo. Su producción dependía de materias primas estratégicas y del
control colonial en África occidental, donde hubo trabajo forzado
y mercados cautivos. La química industrial modernizó la producción textil, pero
destruyó economías tradicionales y profundizó la dependencia colonial.
La Belle Époque (aproximadamente desde 1871
hasta 1914) fue una época de gran prosperidad y avances científicos,
especialmente en química. La paz relativa en
Europa permitió el florecimiento de la ciencia, con descubrimientos clave como
la tabla periódica de Mendeleiev, el
descubrimiento de los gases nobles y la expansión de la química
orgánica. Este período también fue testigo de avances fundamentales en el
ámbito de los materiales, como el acero de bajo costo, que impulsó
la revolución industrial. La química tuvo un papel central en
estos avances, contribuyendo a la creación de nuevos materiales, como los
primeros plásticos, que revolucionaron la vida cotidiana. A su vez, las grandes
potencias establecieron sociedades científicas y colaboraron a
nivel internacional, logrando un intercambio de conocimiento sin precedentes.
Las ciudades de Europa se convirtieron en centros de cultura y
ciencia, donde grandes nombres como Marie Curie, Pierre
Curie, J.J. Thomson y Friedrich Wöhler realizaron
descubrimientos claves, impulsando la modernidad científica.
Sin embargo, esta época de esplendor también estuvo marcada
por las sombras del colonialismo y el racismo.
Las potencias europeas utilizaron los avances científicos
en química para justificar y expandir el extractivismo y
el dominio sobre otras culturas. Las materias primas extraídas de África y Asia fueron
procesadas en fábricas europeas, alimentando una economía industrial que se
basaba en la explotación de pueblos colonizados. En este contexto, la química también
se utilizó para crear nuevos materiales para la guerra y los avances
armamentísticos, exacerbando las tensiones entre las grandes potencias.
La carrera armamentista alcanzó su punto culminante en
la Primera Guerra Mundial, un conflicto devastador donde la industria desempeñó
un papel crucial. El uso de gases venenosos en el campo de
batalla, como el cloro y el fosgeno, fue uno de los ejemplos más horribles de
la aplicación militar de los avances químicos. Durante la guerra, los
científicos que antes fueron celebrados como héroes pasaron a
ser utilizados como recursos en el esfuerzo bélico. Muchos de los líderes
científicos fueron forzados a ir al frente o incluso murieron en el conflicto,
como el caso del químico Fritz Haber, quien desarrolló el proceso
de síntesis de amoníaco y también colaboró en el desarrollo de
armas químicas, y murió después de la guerra debido al impacto moral de su
participación en la guerra química.
A nivel científico, la guerra mundial también tuvo
repercusiones significativas. Ernest Rutherford, uno de los
científicos más prominentes de la época, convenció a los líderes científicos
británicos, durante la Primera Guerra Mundial, de que sus más grandes mentes
científicas deberían permanecer al margen del conflicto. Rutherford, como
muchos otros científicos, comprendió que la química y la física no
podían seguir siendo usadas para fines destructivos y que la guerra industrial
había cambiado irreversiblemente la forma en que la ciencia podía ser
utilizada. De manera trágica, el joven Henry Moseley, quien fue uno
de los científicos más brillantes de su generación y quien desarrolló la ley
de Moseley sobre el número atómico, fue una de las víctimas de la
guerra. Moseley, que estaba en el pico de su carrera, fue muerto en acción a
los 27 años, un trágico recordatorio de cómo los avances científicos se vieron
truncados por la violencia del conflicto.
Figura
3. La Primera
Guerra Mundial inauguró la guerra industrial y científica,
donde la química aplicada, la producción masiva y la tecnología
superaron al valor individual. Armas químicas, artillería pesada, motores de combustión
interna y bombas de precisión transformaron el combate. Los laboratorios
definieron la estrategia, convirtiendo el conflicto en una competencia de capacidad
tecnológica y productiva, cambiando la guerra para siempre.
La mortalidad no se limitaba solo a los
soldados, sino que también afectaba a los civiles y a aquellos
que antes eran considerados intocables, como los oficiales.
La Belle Époque representó así una era de avances, pero
también de grandes contradicciones, en la que la química como
ciencia se utilizó tanto para el progreso como para la destrucción, y cuya
huella perduró incluso después del fin del conflicto mundial.
Durante la Primera Guerra Mundial, la química fue
transformada en arma. Se utilizó masivamente en la forma de armas
químicas, como el gas mostaza y el cloro gaseoso,
desplegados en los campos de batalla por primera vez con consecuencias
devastadoras. El papel de los químicos se volvió crucial no solo en el frente,
sino también en la retaguardia, desarrollando compuestos, explosivos,
fertilizantes sintéticos (como el nitrato de amonio por el
proceso Haber-Bosch) y sustitutos para materiales estratégicos
bloqueados por la guerra. La frontera entre ciencia e industria militar se
desdibujó, revelando el enorme poder que la química industrial había
adquirido en la era moderna. Alemania, líder en la industria química, aprovechó
su avanzada infraestructura científica para sostener el esfuerzo bélico durante
años a pesar del bloqueo.
Tras la derrota, el país quedó devastado económica y
políticamente. Sin embargo, en medio de la crisis, la ciencia alemana se
reestructuró con sorprendente rapidez. Durante el periodo de
entreguerras, florecieron centros de investigación y universidades en
ciudades como Berlín, Leipzig y Göttingen. Se fundaron sociedades científicas
influyentes como la Kaiser Wilhelm Gesellschaft, con figuras tan
emblemáticas como Albert Einstein, Fritz Haber, Otto
Hahn, y Lise Meitner, entre otros. En este periodo se
consolidaron áreas clave como la físico-química, la química
de materiales, y la radioquímica. Alemania seguía liderando
en electroquímica, espectroscopía y síntesis
orgánica, además de experimentar con las primeras teorías cuánticas
aplicadas a la estructura molecular.
Figura
4. La fuga
de cerebros alemana en los años 1930, provocada por el nazismo y sus
políticas antisemitas, expulsó a científicos como Einstein, Szilard
y Meitner hacia EE. UU. y Reino Unido. Allí impulsaron
avances en física y química, incluido el Proyecto Manhattan,
desplazando el eje científico de Europa a América y evidenciando la importancia
de la libertad intelectual.
Sin embargo, el ascenso del nazismo en los
años treinta marcó un punto de inflexión. La política racial del régimen
impulsó la expulsión o el exilio forzado de numerosos científicos de
origen judío o disidentes, como Leó Szilárd, Edward
Teller, Eugene Wigner o Otto Frisch, quienes
emigraron principalmente a Estados Unidos y Reino
Unido. Esta fuga de cerebros trasladó el eje del liderazgo científico
mundial. En los laboratorios estadounidenses, como el de la Universidad
de Chicago o el Caltech, se incorporaron estas mentes
brillantes a una infraestructura académica e industrial en expansión, que
culminaría en proyectos como el Proyecto Manhattan. Este esfuerzo
secreto, de escala colosal, integró física, química e ingeniería para
desarrollar la bomba atómica, utilizando los conocimientos
acumulados sobre fisión nuclear, purificación de materiales
radioactivos, y procesos de separación química. El arma
más destructiva concebida hasta entonces fue, en última instancia, un
producto del auge y crisis de la química moderna.
Entre 1911 y 1922, la teoría atómica experimentó
un desarrollo acelerado que transformó radicalmente la química y la física.
Tras el célebre experimento de dispersión de partículas alfa por Ernest
Rutherford, que confirmó la existencia de un núcleo atómico concentrado,
la idea del átomo dejó de ser una hipótesis útil para convertirse en una realidad
física observable. A partir de allí, el enfoque científico se desplazó
rápidamente hacia el estudio de las partículas subatómicas, en
especial el electrón, analizado a través de las primeras teorías
cuánticas formuladas por Niels Bohr (1913) y luego
refinadas con el principio de incertidumbre de Heisenberg y
la mecánica ondulatoria de Schrödinger hacia 1925. El
conocimiento del átomo como sistema complejo, regido por
leyes cuánticas, abrió la puerta al estudio del núcleo
atómico, con sus protones y neutrones, y a una
nueva rama de la química y física: la física nuclear.
Figura
5. La bomba
nuclear, fruto del Proyecto Manhattan, selló la derrota de Japón y
transformó la lógica bélica: de conquistar territorios a evitar el aniquilamiento
mutuo asegurado. Su poder inició la Guerra Fría, donde el conflicto
se trasladó al terreno geopolítico y simbólico, dominado por la disuasión
nuclear, la competencia ideológica y el uso del poder blando.
Este saber se integró de forma crítica al desarrollo de
la bomba nuclear. En 1939, poco antes del inicio de la
Segunda Guerra Mundial, Albert Einstein y Leó Szilárd enviaron
la famosa carta a Franklin D. Roosevelt, advirtiendo que la fisión
del uranio-235 podía liberar una cantidad de energía colosal y
que la Alemania nazi podría estar trabajando en esa tecnología. Esto llevó al
gobierno de EE. UU. a financiar el Proyecto Manhattan, una empresa
científico-militar sin precedentes que requirió una inmensa cadena de
suministros y avances en la ciencia de materiales:
purificación de isótopos, desarrollo de nuevos materiales refractarios,
tecnologías de electroquímica y técnicas de separación
atómica. Se crearon laboratorios enteros como Los Álamos, Oak
Ridge y Hanford, donde trabajaron miles de científicos,
muchos de ellos refugiados europeos. El 6 de agosto de 1945, con la explosión
de Hiroshima, el mundo descubrió que el poder atómico ya no era una
abstracción científica, sino una fuerza devastadora en manos humanas.
La detonación de la bomba marcó un cambio de
paradigma. El mundo quedó aterrado y fascinado: el átomo pasó
a representar el poder absoluto, comparable al de los dioses. Este
imaginario penetró profundamente en la cultura popular y en la enseñanza de la
ciencia. La química, tradicionalmente enfocada en el estudio de
materiales, proporciones y reacciones, fue absorbida por la fascinación por
lo subatómico. Se reorganizaron los planes de estudio: los cursos
comenzaron a enseñar desde el modelo atómico cuántico en
adelante, desplazando el enfoque clásico sobre sustancias y compuestos.
Algunos didactas señalan que esta transformación representa una especie
de infiltración de la física en el corazón de la enseñanza
química, y que el último modelo atómico verdaderamente químico fue
el de Dalton (1808), basado en la indivisibilidad de los
átomos y su combinación en proporciones fijas. De allí nace el concepto
del “fetiche atómico”: una sobrecarga conceptual que coloca al
átomo en el centro del imaginario científico, incluso cuando su estudio
pertenece más al dominio de la física que al de la química cotidiana.
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