Menú de Química

Buscar este blog

Translate

domingo, 20 de abril de 2025

Historia de la química 4. El fetiche atómico




A partir del inicio del siglo XX, la química experimentó una transformación radical con la popularización de la teoría atómica. A medida que la física y la química se entrelazaban más estrechamente, la estructura atómica se convirtió en el centro de la investigación científica. Este cambio no solo se debió a los avances en el estudio de los gases, la termodinámica y la espectroscopía, sino también a los progresos en la teoría cuántica y la física nuclear, que revelaron nuevas facetas de la materia. Sin embargo, mientras que la teoría atómica proporcionaba respuestas fundamentales, también se convertía en un fetiche: una abstracción científica en la que muchos depositaron una confianza casi ilimitada. Este periodo, marcado por la competencia internacional y la creciente rivalidad entre las grandes potencias, sentó las bases para descubrimientos trascendentales, pero también trajo consigo dilemas filosóficos y éticos que se intensificarían durante la Guerra Fría.

A finales del siglo XIX y principios del XX, la industria química experimentó una transformación radical gracias al avance de la industrialización y la creciente demanda de nuevos materiales. Se descubrieron y sintetizaron elementos químicos como el radón y el polonio, y las sustancias como los plásticos comenzaban a cambiar por completo el panorama material de la época. La química aplicada a la industria pasó a un primer plano, desde la fabricación de productos farmacéuticos hasta el desarrollo de materiales sintéticos, lo que incrementó la necesidad de una estandarización de los procesos químicos. Las sociedades científicas se multiplicaron en todo el mundo, y la colaboración internacional fue fundamental para los avances de la química y su integración a la vida cotidiana.

Figura 1. Marie Curie (1867–1934), nacida Maria Skłodowska en Varsovia, fue una pionera de la ciencia moderna y la primera persona en recibir dos premios Nobel en distintas disciplinas: Física (1903) y Química (1911). Estudió en la Sorbona y trabajó junto a su esposo, Pierre Curie, con quien descubrió el polonio y el radio, elementos fundamentales en el estudio de la radiactividad. Tras la muerte de Pierre, asumió su cátedra en la Universidad de París, siendo la primera mujer profesora allí. Durante la Primera Guerra Mundial impulsó el uso médico de los rayos X. Fundó el Instituto Curie, clave en investigación oncológica. Murió en 1934 por anemia aplásica, causada por la exposición a la radiación, dejando un legado indeleble en la ciencia.

Sin embargo, el debate en torno a la existencia del átomo persistió durante esta época. Para algunos científicos, como August Wilhelm von Hofmann, el átomo era una construcción útil, pero no una realidad concreta. La teoría atómica de Dalton era ampliamente aceptada, pero la estructura de los átomos seguía siendo un enigma. El átomo se concebía principalmente como una herramienta conceptual, un modelo eficaz para describir las reacciones químicas, pero su existencia real era cuestionada. La ciencia se encontraba atrapada entre la teoría atómica de Dalton y los avances experimentales que todavía no proporcionaban pruebas concluyentes sobre la naturaleza interna del átomo.

El cambio decisivo en la comprensión de la estructura atómica llegó a principios del siglo XX, impulsado por los trabajos pioneros de J.J. Thomson y Jean Perrin. El descubrimiento del electrón por Thomson en 1897 proporcionó la primera evidencia tangible de que los átomos no eran indivisibles, como se había creído hasta entonces. En la siguiente década, Perrin, mediante experimentos con movimiento browniano, ofreció pruebas adicionales que confirmaban la existencia de los átomos como entidades físicas reales, lo que llevó finalmente a los científicos a centrar sus investigaciones no solo en la existencia de los átomos, sino en su estructura interna. Este cambio fundamental en la comprensión de la materia inauguró una nueva era en la que la química y la física se entrelazaron de manera más profunda, sentando las bases para los avances en la física nuclear y la química cuántica del siglo XX.

Figura 2. Durante la Belle Époque, la industria del anilina—un tinte sintético derivado del alquitrán de hulla—se convirtió en un pilar de la industria química alemana, liderada por empresas como BASF y Hoechst. Sin embargo, su producción masiva dependía de materias primas como el cloruro de sodio y ciertos compuestos nitrogenados, además de colorantes naturales que fueron desplazados, como el índigo. Para competir con los pigmentos naturales aún en uso, las potencias europeas controlaban regiones de África occidental, especialmente en Nigeria y Sudán, donde el índigo tradicional era cultivado. Las colonias fueron también fuente de trabajo forzado y mercados cautivos. Así, la industria de colorantes sintéticos no solo reemplazó productos locales, sino que profundizó la dependencia colonial y la destrucción de economías tradicionales.

La Belle Époque (aproximadamente desde 1871 hasta 1914) fue una época de gran prosperidad y avances científicos, especialmente en química. La paz relativa en Europa permitió el florecimiento de la ciencia, con descubrimientos clave como la tabla periódica de Mendeleiev, el descubrimiento de los gases nobles y la expansión de la química orgánica. Este período también fue testigo de avances fundamentales en el ámbito de los materiales, como el acero de bajo costo, que impulsó la revolución industrial. La química tuvo un papel central en estos avances, contribuyendo a la creación de nuevos materiales, como los primeros plásticos, que revolucionaron la vida cotidiana. A su vez, las grandes potencias establecieron sociedades científicas y colaboraron a nivel internacional, logrando un intercambio de conocimiento sin precedentes. Las ciudades de Europa se convirtieron en centros de cultura y ciencia, donde grandes nombres como Marie Curie, Pierre Curie, J.J. Thomson y Friedrich Wöhler realizaron descubrimientos claves, impulsando la modernidad científica.

Sin embargo, esta época de esplendor también estuvo marcada por las sombras del colonialismo y el racismo. Las potencias europeas utilizaron los avances científicos en química para justificar y expandir el extractivismo y el dominio sobre otras culturas. Las materias primas extraídas de África y Asia fueron procesadas en fábricas europeas, alimentando una economía industrial que se basaba en la explotación de pueblos colonizados. En este contexto, la química también se utilizó para crear nuevos materiales para la guerra y los avances armamentísticos, exacerbando las tensiones entre las grandes potencias. La carrera armamentista alcanzó su punto culminante en la Primera Guerra Mundial, un conflicto devastador donde la industria desempeñó un papel crucial. El uso de gases venenosos en el campo de batalla, como el cloro y el fosgeno, fue uno de los ejemplos más horribles de la aplicación militar de los avances químicos. Durante la guerra, los científicos que antes fueron celebrados como héroes pasaron a ser utilizados como recursos en el esfuerzo bélico. Muchos de los líderes científicos fueron forzados a ir al frente o incluso murieron en el conflicto, como el caso del químico Fritz Haber, quien desarrolló el proceso de síntesis de amoníaco y también colaboró en el desarrollo de armas químicas, y murió después de la guerra debido al impacto moral de su participación en la guerra química.

A nivel científico, la guerra mundial también tuvo repercusiones significativas. Ernest Rutherford, uno de los científicos más prominentes de la época, convenció a los líderes científicos británicos, durante la Primera Guerra Mundial, de que sus más grandes mentes científicas deberían permanecer al margen del conflicto. Rutherford, como muchos otros científicos, comprendió que la química y la física no podían seguir siendo usadas para fines destructivos y que la guerra industrial había cambiado irreversiblemente la forma en que la ciencia podía ser utilizada. De manera trágica, el joven Henry Moseley, quien fue uno de los científicos más brillantes de su generación y quien desarrolló la ley de Moseley sobre el número atómico, fue una de las víctimas de la guerra. Moseley, que estaba en el pico de su carrera, fue muerto en acción a los 27 años, un trágico recordatorio de cómo los avances científicos se vieron truncados por la violencia del conflicto. 

Figura 3. La Primera Guerra Mundial marcó el inicio de la guerra industrial y científica: fue la primera contienda donde la tecnología, la producción masiva y la química aplicada determinaron el curso del conflicto más que el valor individual del soldado. La invención y uso de armas químicas como el gas mostaza y el cloro, el desarrollo del rifle de retrocarga, la artillería pesada, y la incorporación de motores de combustión interna para tanques y aviones, relegaron al guerrero tradicional a un rol casi inútil. Las trincheras, las bombas de precisión y las cadenas logísticas industriales eliminaron la gloria individual. La ciencia se volvió estratégica: desde laboratorios se decidía la letalidad en el campo de batalla, transformando la guerra para siempre.

La mortalidad no se limitaba solo a los soldados, sino que también afectaba a los civiles y a aquellos que antes eran considerados intocables, como los oficiales. La Belle Époque representó así una era de avances, pero también de grandes contradicciones, en la que la química como ciencia se utilizó tanto para el progreso como para la destrucción, y cuya huella perduró incluso después del fin del conflicto mundial.

Durante la Primera Guerra Mundial, la química fue transformada en arma. Se utilizó masivamente en la forma de armas químicas, como el gas mostaza y el cloro gaseoso, desplegados en los campos de batalla por primera vez con consecuencias devastadoras. El papel de los químicos se volvió crucial no solo en el frente, sino también en la retaguardia, desarrollando compuestos, explosivos, fertilizantes sintéticos (como el nitrato de amonio por el proceso Haber-Bosch) y sustitutos para materiales estratégicos bloqueados por la guerra. La frontera entre ciencia e industria militar se desdibujó, revelando el enorme poder que la química industrial había adquirido en la era moderna. Alemania, líder en la industria química, aprovechó su avanzada infraestructura científica para sostener el esfuerzo bélico durante años a pesar del bloqueo.

Tras la derrota, el país quedó devastado económica y políticamente. Sin embargo, en medio de la crisis, la ciencia alemana se reestructuró con sorprendente rapidez. Durante el periodo de entreguerras, florecieron centros de investigación y universidades en ciudades como Berlín, Leipzig y Göttingen. Se fundaron sociedades científicas influyentes como la Kaiser Wilhelm Gesellschaft, con figuras tan emblemáticas como Albert Einstein, Fritz Haber, Otto Hahn, y Lise Meitner, entre otros. En este periodo se consolidaron áreas clave como la físico-química, la química de materiales, y la radioquímica. Alemania seguía liderando en electroquímica, espectroscopía y síntesis orgánica, además de experimentar con las primeras teorías cuánticas aplicadas a la estructura molecular.

Figura 4. Una fuga de cerebros es el fenómeno por el cual científicos, intelectuales y profesionales altamente capacitados emigran de su país de origen, generalmente por razones políticas, económicas o sociales, privando a su nación de talento clave. Un ejemplo paradigmático ocurrió durante el ascenso del nazismo en Alemania en los años 1930. Las políticas antisemitas y autoritarias del régimen de Hitler forzaron a numerosos científicos, muchos de ellos judíos, a abandonar el país. Figuras como Albert Einstein, Leo Szilard y Lise Meitner emigraron principalmente a Estados Unidos y Reino Unido, donde realizaron contribuciones decisivas en física y química, incluyendo el desarrollo del Proyecto Manhattan. Esta emigración transformó el eje del conocimiento científico desde Europa hacia América.

Sin embargo, el ascenso del nazismo en los años treinta marcó un punto de inflexión. La política racial del régimen impulsó la expulsión o el exilio forzado de numerosos científicos de origen judío o disidentes, como Leó Szilárd, Edward Teller, Eugene Wigner o Otto Frisch, quienes emigraron principalmente a Estados Unidos y Reino Unido. Esta fuga de cerebros trasladó el eje del liderazgo científico mundial. En los laboratorios estadounidenses, como el de la Universidad de Chicago o el Caltech, se incorporaron estas mentes brillantes a una infraestructura académica e industrial en expansión, que culminaría en proyectos como el Proyecto Manhattan. Este esfuerzo secreto, de escala colosal, integró física, química e ingeniería para desarrollar la bomba atómica, utilizando los conocimientos acumulados sobre fisión nuclear, purificación de materiales radioactivos, y procesos de separación química. El arma más destructiva concebida hasta entonces fue, en última instancia, un producto del auge y crisis de la química moderna.

Entre 1911 y 1922, la teoría atómica experimentó un desarrollo acelerado que transformó radicalmente la química y la física. Tras el célebre experimento de dispersión de partículas alfa por Ernest Rutherford, que confirmó la existencia de un núcleo atómico concentrado, la idea del átomo dejó de ser una hipótesis útil para convertirse en una realidad física observable. A partir de allí, el enfoque científico se desplazó rápidamente hacia el estudio de las partículas subatómicas, en especial el electrón, analizado a través de las primeras teorías cuánticas formuladas por Niels Bohr (1913) y luego refinadas con el principio de incertidumbre de Heisenberg y la mecánica ondulatoria de Schrödinger hacia 1925. El conocimiento del átomo como sistema complejo, regido por leyes cuánticas, abrió la puerta al estudio del núcleo atómico, con sus protones y neutrones, y a una nueva rama de la química y física: la física nuclear.

Figura 5. La industrialización de la guerra alcanzó su punto culminante con la creación de la bomba nuclear, símbolo máximo de eficiencia destructiva. Resultado del avance científico y técnico coordinado durante la Segunda Guerra Mundial, el uso de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki no solo selló la derrota de Japón, sino que marcó el fin de la guerra directa entre grandes potencias. Su poder devastador transformó la lógica bélica: ya no se trataba de ocupar territorios, sino de evitar el aniquilamiento mutuo asegurado. Así comenzó la Guerra Fría, una era dominada por influencias ideológicas, presión económica y el uso del poder blando. La disuasión nuclear redefinió el conflicto global, desplazándolo del campo de batalla al terreno geopolítico y simbólico.

Este saber se integró de forma crítica al desarrollo de la bomba nuclear. En 1939, poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Albert Einstein y Leó Szilárd enviaron la famosa carta a Franklin D. Roosevelt, advirtiendo que la fisión del uranio-235 podía liberar una cantidad de energía colosal y que la Alemania nazi podría estar trabajando en esa tecnología. Esto llevó al gobierno de EE. UU. a financiar el Proyecto Manhattan, una empresa científico-militar sin precedentes que requirió una inmensa cadena de suministros y avances en la ciencia de materiales: purificación de isótopos, desarrollo de nuevos materiales refractarios, tecnologías de electroquímica y técnicas de separación atómica. Se crearon laboratorios enteros como Los Álamos, Oak Ridge y Hanford, donde trabajaron miles de científicos, muchos de ellos refugiados europeos. El 6 de agosto de 1945, con la explosión de Hiroshima, el mundo descubrió que el poder atómico ya no era una abstracción científica, sino una fuerza devastadora en manos humanas.

La detonación de la bomba marcó un cambio de paradigma. El mundo quedó aterrado y fascinado: el átomo pasó a representar el poder absoluto, comparable al de los dioses. Este imaginario penetró profundamente en la cultura popular y en la enseñanza de la ciencia. La química, tradicionalmente enfocada en el estudio de materiales, proporciones y reacciones, fue absorbida por la fascinación por lo subatómico. Se reorganizaron los planes de estudio: los cursos comenzaron a enseñar desde el modelo atómico cuántico en adelante, desplazando el enfoque clásico sobre sustancias y compuestos. Algunos didactas señalan que esta transformación representa una especie de infiltración de la física en el corazón de la enseñanza química, y que el último modelo atómico verdaderamente químico fue el de Dalton (1808), basado en la indivisibilidad de los átomos y su combinación en proporciones fijas. De allí nace el concepto del “fetiche atómico”: una sobrecarga conceptual que coloca al átomo en el centro del imaginario científico, incluso cuando su estudio pertenece más al dominio de la física que al de la química cotidiana.

Referencias.

Gordin, M. D. (2004). Five Days in August: How World War II Became a Nuclear War. Princeton University Press.

Hoffmann, R. (1995). The Same and Not the Same. Columbia University Press.

Knight, D. (2002). Ideas in Chemistry: A History of the Science. Rutgers University Press.

Krige, J. (2006). American Hegemony and the Postwar Reconstruction of Science in Europe. MIT Press.

Lombardi, O., & Matta, C. F. (2022). Coarse Graining and the Quantum Theory of Atoms in Molecules. In Philosophical Perspectives in Quantum Chemistry (pp. 217-241). Cham: Springer International Publishing.

Morris, P. J. T. (2007). The Matter Factory: A History of the Chemical Laboratory. Reaktion Books.

Nye, M. J. (1993). From Chemical Philosophy to Theoretical Chemistry: Dynamics of Matter and Dynamics of Disciplines, 1800–1950. University of California Press.

Rhodes, R. (1986). The Making of the Atomic Bomb. Simon & Schuster.

Scerri, E. (2007). The Periodic Table: Its Story and Its Significance. Oxford University Press.

Thomson, T. (2023). The history of chemistry. Good Press.

Thyssen, P. (2022). What is a Chemical Element? A Collection of Essays by Chemists, Philosophers, Historians, and Educators: edited by Eric Scerri and Elena Ghibaudi, New York, NY: Oxford University Press, 2020, 312 pp., ISBN: 9780190933784,£ 65.00.

No hay comentarios:

Publicar un comentario