El desarrollo de armamento moderno como el rifle de retrocarga, la artillería pesada y el uso de motores de combustión interna en tanques y aviones aceleró la mecanización del campo de batalla. Estas innovaciones permitieron ataques más rápidos, potentes y prolongados, convirtiendo las trincheras en un símbolo de guerra estática, donde la resistencia dependía tanto de la infraestructura como del suministro constante de municiones y recursos. La bomba de precisión, junto con sistemas de tiro más sofisticados, demostró que la letalidad podía ser calculada y programada desde lejos, minimizando la relevancia de la destreza individual en favor de la coordinación logística y la superioridad técnica.
En este contexto, la ciencia adquirió un rol estratégico sin precedentes. Los laboratorios se transformaron en centros de planificación bélica, donde se investigaba desde la formulación de explosivos de alta energía hasta la optimización de combustibles y blindajes. La guerra dejó de ser únicamente un enfrentamiento de ejércitos para convertirse en un enfrentamiento de sistemas productivos y tecnológicos, donde la capacidad de innovar y fabricar determinaba la victoria. Este cambio irreversiblemente transformó la naturaleza de los conflictos, marcando el inicio de la guerra moderna.
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