En las bebidas carbonatadas, como las gaseosas, uno de los
elementos determinantes de su sabor y textura es la cantidad de azúcar
disuelto en el líquido. Este azúcar no solo proporciona dulzura, sino que
también intensifica otros sabores, generando una experiencia sensorial más
satisfactoria para el consumidor. Sin embargo, este aparente beneficio
sensorial esconde un entramado de estrategias industriales que priorizan la
rentabilidad y la adicción gustativa por encima del bienestar de la población.
La solubilidad del azúcar, definida como la capacidad de una sustancia
para disolverse en un solvente, depende principalmente de dos factores: la temperatura
y la masa del solvente disponible. A medida que la temperatura del
líquido aumenta, también lo hace su capacidad de disolver azúcar. Es decir, en
un volumen dado de bebida, se puede disolver más azúcar cuando esta se
encuentra a temperatura ambiente o caliente que cuando está fría.
Figura
1. Cuando el café caliente con azúcar se enfría, la solubilidad del azúcar
disminuye, provocando que el exceso no disuelto se precipite al fondo
como residuos semisólidos, fenómeno conocido en Colombia como
"cuncho". Esto ocurre por la baja temperatura y la reducción
de la masa de agua disponible, lo que impide mantener el azúcar en solución.
Cuando una bebida azucarada se enfría, como ocurre
habitualmente en las neveras o refrigeradores, la temperatura desciende,
disminuyendo la solubilidad del azúcar. Si la masa de azúcar añadida
supera el límite de saturación correspondiente a esa temperatura, el exceso de
azúcar comienza a precipitarse, es decir, a separarse de la disolución
en forma sólida. Este fenómeno, aunque muchas veces imperceptible a simple
vista, implica que la bebida ha sido formulada con cantidades de azúcar tan
elevadas que el líquido ya no puede mantenerla en disolución a temperaturas
bajas. El resultado es un producto con una carga calórica alta, pero con una
sensación gustativa equilibrada, engañando tanto al paladar como al juicio del
consumidor.
Este mismo principio puede observarse en una taza de café
caliente a la que se le ha añadido azúcar. A medida que el café se enfría, la capacidad
del agua de mantener el azúcar disuelto disminuye, generando la formación
de residuos semisólidos en el fondo, un fenómeno que en Colombia se conoce
popularmente como “cuncho”. Este efecto revela de manera visual lo que
en las bebidas embotelladas ocurre de forma más sutil: la precipitación del
soluto cuando disminuye la temperatura o cuando se reduce la masa del
disolvente.
En el caso de las bebidas industriales, los ingenieros de
alimentos ajustan cuidadosamente la formulación para que el límite de
saturación no se supere en condiciones de almacenamiento en frío. Esto
implica una evaluación precisa de la curva de solubilidad del azúcar,
considerando que pequeñas variaciones pueden generar inconsistencias visibles
en el producto, lo que se traduciría en pérdidas comerciales. Aun así, este
proceso técnico tiene como objetivo final introducir la máxima cantidad de
azúcar posible sin que precipite, maximizando la respuesta sensorial del
consumidor. Desde una perspectiva química, esto no altera la cantidad total
de azúcar consumida, aunque visualmente no se note. La carga calórica es la
misma y, por tanto, los riesgos para la salud también lo son.
Figura
2. La imagen compara visualmente el contenido de azúcar en alimentos
como Coca-Cola, mazorca de maíz, sandía y helado,
revelando que las bebidas gaseosas pueden tener más azúcar añadido que
un postre. Este contraste desafía percepciones comunes y evidencia la necesidad
de educación nutricional y etiquetado claro para promover un
consumo más consciente.
Una lata de Coca-Cola de 355 ml contiene aproximadamente 39
gramos de azúcar, lo que equivale a unas 10 cucharaditas. Pepsi, en
el mismo volumen, contiene 41 gramos de azúcar. Esta cantidad supera
ampliamente la recomendación diaria de azúcar libre establecida por la
Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, el etiquetado confuso, los
valores expresados en unidades difíciles de interpretar, y la falta de
conocimiento sobre procesos fisicoquímicos como la solubilidad, hacen
que el consumidor no perciba el verdadero impacto de su ingesta. Esto se agrava
por el uso de estrategias de marketing que presentan estas bebidas como
productos refrescantes, energizantes o asociados con estilos de vida exitosos.
En una imagen muy reveladora, se compara visualmente la
cantidad de azúcar en diferentes alimentos. Una mazorca de maíz, una porción de
sandía o incluso un helado Häagen-Dazs contienen, por porción, menos o
cantidades comparables de azúcar que una sola lata de gaseosa. Sin embargo, la
percepción generalizada es que los alimentos sólidos como los helados son más
“pecaminosos” que las bebidas azucaradas. Esta percepción errónea es el
resultado de campañas publicitarias sofisticadas, respaldadas por
lobbies corporativos que influyen en las decisiones regulatorias, educativas y
de etiquetado.
El impacto de esta estrategia va mucho más allá del sabor.
El exceso de azúcar en la dieta está vinculado con problemas de salud
como la obesidad, la resistencia a la insulina, la diabetes
tipo 2, la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares.
Al mantener la apariencia de disolución completa del azúcar, las
empresas ocultan el hecho de que se está consumiendo una gran cantidad de
calorías vacías, lo cual contribuye silenciosamente al deterioro de la salud
pública. Esta estrategia industrial representa una forma de manipulación tanto
del producto como del consumidor, donde el conocimiento químico se utiliza no
para educar, sino para confundir.
La problemática se agrava si consideramos los recursos
naturales implicados. La producción de bebidas azucaradas requiere enormes
cantidades de agua, que muchas veces son extraídas de acuíferos locales
a muy bajo costo. En Colombia, por ejemplo, la planta de Coca-Cola FEMSA
ubicada en La Calera ha sido objeto de denuncias por parte de organizaciones
ambientales y comunidades que advierten sobre el impacto de estas extracciones
en la disponibilidad de agua para los habitantes de la región. Mientras las
compañías acceden a concesiones hídricas a precios ínfimos, muchas
familias enfrentan racionamientos o deben abastecerse por medios
alternativos, como carrotanques, especialmente durante temporadas secas.
Estas concesiones se dan en un contexto de asimetría de
poder entre corporaciones y ciudadanía. Mientras las grandes empresas
negocian el derecho de uso de agua con entes estatales, el costo de ese recurso
se vuelve cada vez más alto para la población. En ciudades como Bogotá, durante
la crisis hídrica de 2024–2025, se implementaron cortes por zonas y aumentos en
las tarifas, al tiempo que las industrias mantuvieron su acceso. Así, el
impacto ambiental de una lata de gaseosa va mucho más allá de su envoltorio
plástico: implica una huella hídrica desproporcionada y una cadena de
producción que consume energía y contamina acuíferos, sin aportar valor
nutricional real al consumidor.
Este fenómeno revela cómo el conocimiento químico,
lejos de ser un asunto abstracto, está profundamente entrelazado con nuestras
decisiones como sociedad. Comprender principios como la solubilidad, la temperatura
y la concentración permite entender cómo se diseñan estas bebidas para
maximizar su sabor, adicción y estabilidad en anaquel. Por ejemplo, el
equilibrio entre el CO₂ disuelto y los ácidos inorgánicos como el
fosfórico está calculado para reforzar la sensación de frescura y acidez,
mientras que las altas concentraciones de azúcares simples buscan
estimular el sistema de recompensa del cerebro, en detrimento de la salud
metabólica.
Pero también abre la puerta a una reflexión ética: ¿está la
química al servicio del bienestar o ha sido secuestrada por los intereses del marketing
y el capital? La respuesta depende de la manera en que, como sociedad,
decidimos regular, consumir y educar. En Colombia, aún
persisten brechas en la legislación que permitan controlar eficazmente el uso
del agua por parte de la industria y limitar la publicidad engañosa sobre los
beneficios de bebidas azucaradas. En este contexto, la alfabetización
científica se vuelve urgente, no solo para entender cómo funciona una
bebida en términos moleculares, sino para decidir conscientemente si queremos
seguir financiando un modelo que transforma el agua de todos en enfermedad para
muchos y riqueza para unos pocos.
Figura
3. Las grandes multinacionales de bebidas azucaradas ejercen fuerte influencia
política para obtener acceso privilegiado a recursos hídricos,
pagando precios muy bajos en comparación con los ciudadanos. En 2023, Coca-Cola
pagó 0.17 pesos por litro de agua, mientras que los ciudadanos pagan 4.79
pesos, casi 28 veces más. Esta inequidad agrava la escasez
y el racionamiento en comunidades como La Calera, generando
problemas sociales, económicos y de salud, mientras las ganancias
se repatrian al extranjero. Urge conciencia social y regulación
que proteja el agua y la salud pública.
Una ciudadanía informada científicamente puede entender que,
aunque el azúcar no se vea, su presencia sigue siendo absoluta en términos de
masa y energía. El hecho de que no precipite no significa que no esté allí,
lista para ingresar al torrente sanguíneo y afectar el metabolismo. La
educación en ciencias químicas, y particularmente en solubilidad,
se vuelve entonces una herramienta de poder: un instrumento para la defensa de
la salud pública frente a industrias que explotan la ignorancia para maximizar
beneficios.
Frente a esta realidad, el etiquetado transparente, la
regulación de los contenidos de azúcar y la concientización sobre los procesos
químicos detrás del sabor se convierten en prioridades urgentes. La química nos
enseña a ver más allá de lo que el ojo percibe: nos revela los mecanismos
invisibles que determinan lo que bebemos, lo que sentimos, y lo que somos.
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