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miércoles, 21 de mayo de 2025

Azúcar para unos, sed para todos




En las bebidas carbonatadas, como las gaseosas, uno de los elementos determinantes de su sabor y textura es la cantidad de azúcar disuelto en el líquido. Este azúcar no solo proporciona dulzura, sino que también intensifica otros sabores, generando una experiencia sensorial más satisfactoria para el consumidor. Sin embargo, este aparente beneficio sensorial esconde un entramado de estrategias industriales que priorizan la rentabilidad y la adicción gustativa por encima del bienestar de la población. La solubilidad del azúcar, definida como la capacidad de una sustancia para disolverse en un solvente, depende principalmente de dos factores: la temperatura y la masa del solvente disponible. A medida que la temperatura del líquido aumenta, también lo hace su capacidad de disolver azúcar. Es decir, en un volumen dado de bebida, se puede disolver más azúcar cuando esta se encuentra a temperatura ambiente o caliente que cuando está fría.

Figura 1. Cuando el café caliente con azúcar se enfría, la solubilidad del azúcar disminuye, provocando que el exceso no disuelto se precipite al fondo como residuos semisólidos, fenómeno conocido en Colombia como "cuncho". Esto ocurre por la baja temperatura y la reducción de la masa de agua disponible, lo que impide mantener el azúcar en solución.

Cuando una bebida azucarada se enfría, como ocurre habitualmente en las neveras o refrigeradores, la temperatura desciende, disminuyendo la solubilidad del azúcar. Si la masa de azúcar añadida supera el límite de saturación correspondiente a esa temperatura, el exceso de azúcar comienza a precipitarse, es decir, a separarse de la disolución en forma sólida. Este fenómeno, aunque muchas veces imperceptible a simple vista, implica que la bebida ha sido formulada con cantidades de azúcar tan elevadas que el líquido ya no puede mantenerla en disolución a temperaturas bajas. El resultado es un producto con una carga calórica alta, pero con una sensación gustativa equilibrada, engañando tanto al paladar como al juicio del consumidor.

Este mismo principio puede observarse en una taza de café caliente a la que se le ha añadido azúcar. A medida que el café se enfría, la capacidad del agua de mantener el azúcar disuelto disminuye, generando la formación de residuos semisólidos en el fondo, un fenómeno que en Colombia se conoce popularmente como “cuncho”. Este efecto revela de manera visual lo que en las bebidas embotelladas ocurre de forma más sutil: la precipitación del soluto cuando disminuye la temperatura o cuando se reduce la masa del disolvente.

En el caso de las bebidas industriales, los ingenieros de alimentos ajustan cuidadosamente la formulación para que el límite de saturación no se supere en condiciones de almacenamiento en frío. Esto implica una evaluación precisa de la curva de solubilidad del azúcar, considerando que pequeñas variaciones pueden generar inconsistencias visibles en el producto, lo que se traduciría en pérdidas comerciales. Aun así, este proceso técnico tiene como objetivo final introducir la máxima cantidad de azúcar posible sin que precipite, maximizando la respuesta sensorial del consumidor. Desde una perspectiva química, esto no altera la cantidad total de azúcar consumida, aunque visualmente no se note. La carga calórica es la misma y, por tanto, los riesgos para la salud también lo son.

Figura 2. La imagen compara visualmente el contenido de azúcar en alimentos como Coca-Cola, mazorca de maíz, sandía y helado, revelando que las bebidas gaseosas pueden tener más azúcar añadido que un postre. Este contraste desafía percepciones comunes y evidencia la necesidad de educación nutricional y etiquetado claro para promover un consumo más consciente.

Una lata de Coca-Cola de 355 ml contiene aproximadamente 39 gramos de azúcar, lo que equivale a unas 10 cucharaditas. Pepsi, en el mismo volumen, contiene 41 gramos de azúcar. Esta cantidad supera ampliamente la recomendación diaria de azúcar libre establecida por la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, el etiquetado confuso, los valores expresados en unidades difíciles de interpretar, y la falta de conocimiento sobre procesos fisicoquímicos como la solubilidad, hacen que el consumidor no perciba el verdadero impacto de su ingesta. Esto se agrava por el uso de estrategias de marketing que presentan estas bebidas como productos refrescantes, energizantes o asociados con estilos de vida exitosos.

En una imagen muy reveladora, se compara visualmente la cantidad de azúcar en diferentes alimentos. Una mazorca de maíz, una porción de sandía o incluso un helado Häagen-Dazs contienen, por porción, menos o cantidades comparables de azúcar que una sola lata de gaseosa. Sin embargo, la percepción generalizada es que los alimentos sólidos como los helados son más “pecaminosos” que las bebidas azucaradas. Esta percepción errónea es el resultado de campañas publicitarias sofisticadas, respaldadas por lobbies corporativos que influyen en las decisiones regulatorias, educativas y de etiquetado.

El impacto de esta estrategia va mucho más allá del sabor. El exceso de azúcar en la dieta está vinculado con problemas de salud como la obesidad, la resistencia a la insulina, la diabetes tipo 2, la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares. Al mantener la apariencia de disolución completa del azúcar, las empresas ocultan el hecho de que se está consumiendo una gran cantidad de calorías vacías, lo cual contribuye silenciosamente al deterioro de la salud pública. Esta estrategia industrial representa una forma de manipulación tanto del producto como del consumidor, donde el conocimiento químico se utiliza no para educar, sino para confundir.

La problemática se agrava si consideramos los recursos naturales implicados. La producción de bebidas azucaradas requiere enormes cantidades de agua, que muchas veces son extraídas de acuíferos locales a muy bajo costo. En Colombia, por ejemplo, la planta de Coca-Cola FEMSA ubicada en La Calera ha sido objeto de denuncias por parte de organizaciones ambientales y comunidades que advierten sobre el impacto de estas extracciones en la disponibilidad de agua para los habitantes de la región. Mientras las compañías acceden a concesiones hídricas a precios ínfimos, muchas familias enfrentan racionamientos o deben abastecerse por medios alternativos, como carrotanques, especialmente durante temporadas secas.

Estas concesiones se dan en un contexto de asimetría de poder entre corporaciones y ciudadanía. Mientras las grandes empresas negocian el derecho de uso de agua con entes estatales, el costo de ese recurso se vuelve cada vez más alto para la población. En ciudades como Bogotá, durante la crisis hídrica de 2024–2025, se implementaron cortes por zonas y aumentos en las tarifas, al tiempo que las industrias mantuvieron su acceso. Así, el impacto ambiental de una lata de gaseosa va mucho más allá de su envoltorio plástico: implica una huella hídrica desproporcionada y una cadena de producción que consume energía y contamina acuíferos, sin aportar valor nutricional real al consumidor.

Este fenómeno revela cómo el conocimiento químico, lejos de ser un asunto abstracto, está profundamente entrelazado con nuestras decisiones como sociedad. Comprender principios como la solubilidad, la temperatura y la concentración permite entender cómo se diseñan estas bebidas para maximizar su sabor, adicción y estabilidad en anaquel. Por ejemplo, el equilibrio entre el CO₂ disuelto y los ácidos inorgánicos como el fosfórico está calculado para reforzar la sensación de frescura y acidez, mientras que las altas concentraciones de azúcares simples buscan estimular el sistema de recompensa del cerebro, en detrimento de la salud metabólica.

Pero también abre la puerta a una reflexión ética: ¿está la química al servicio del bienestar o ha sido secuestrada por los intereses del marketing y el capital? La respuesta depende de la manera en que, como sociedad, decidimos regular, consumir y educar. En Colombia, aún persisten brechas en la legislación que permitan controlar eficazmente el uso del agua por parte de la industria y limitar la publicidad engañosa sobre los beneficios de bebidas azucaradas. En este contexto, la alfabetización científica se vuelve urgente, no solo para entender cómo funciona una bebida en términos moleculares, sino para decidir conscientemente si queremos seguir financiando un modelo que transforma el agua de todos en enfermedad para muchos y riqueza para unos pocos.

Figura 3. Las grandes multinacionales de bebidas azucaradas ejercen fuerte influencia política para obtener acceso privilegiado a recursos hídricos, pagando precios muy bajos en comparación con los ciudadanos. En 2023, Coca-Cola pagó 0.17 pesos por litro de agua, mientras que los ciudadanos pagan 4.79 pesos, casi 28 veces más. Esta inequidad agrava la escasez y el racionamiento en comunidades como La Calera, generando problemas sociales, económicos y de salud, mientras las ganancias se repatrian al extranjero. Urge conciencia social y regulación que proteja el agua y la salud pública.

Una ciudadanía informada científicamente puede entender que, aunque el azúcar no se vea, su presencia sigue siendo absoluta en términos de masa y energía. El hecho de que no precipite no significa que no esté allí, lista para ingresar al torrente sanguíneo y afectar el metabolismo. La educación en ciencias químicas, y particularmente en solubilidad, se vuelve entonces una herramienta de poder: un instrumento para la defensa de la salud pública frente a industrias que explotan la ignorancia para maximizar beneficios.

Frente a esta realidad, el etiquetado transparente, la regulación de los contenidos de azúcar y la concientización sobre los procesos químicos detrás del sabor se convierten en prioridades urgentes. La química nos enseña a ver más allá de lo que el ojo percibe: nos revela los mecanismos invisibles que determinan lo que bebemos, lo que sentimos, y lo que somos.

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