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domingo, 18 de mayo de 2025

Cocina molecular




La experiencia del sabor no depende únicamente de los ingredientes, sino de fenómenos químicos fundamentales como la solubilidad y la formación de disoluciones. Cuando comemos, las moléculas responsables del sabor deben disolverse en la saliva para que los receptores gustativos puedan detectarlas. Este principio básico de la química tiene implicaciones profundas en cómo percibimos los alimentos, especialmente en cocinas ricas en tradición y variedad como la colombiana y la latinoamericana en general.

Los sabores dulces y salados son ejemplos clásicos de disoluciones acuosas. El azúcar (sacarosa) y la sal común (cloruro de sodio, NaCl) deben disolverse en agua —en este caso, la saliva— para liberar sus iones y moléculas, los cuales activan los receptores del gusto dulce y salado, respectivamente. Si colocamos un grano de azúcar en la lengua sin saliva, no sabremos que es dulce hasta que se disuelva. Esto también explica por qué la percepción del sabor cambia en ambientes secos o con poca salivación: sin disolución, no hay sabor.

Figura 1. La panela, derivada del jugo de caña de azúcar sin refinar, es más nutritiva que el azúcar blanco por su contenido de minerales y vitaminas. Sin embargo, su producción histórica está ligada a la esclavización y la desigualdad social en Colombia, reflejando tensiones entre su valor nutricional y las injusticias sociales persistentes en el sector agrícola.

En la cocina colombiana, este principio se manifiesta en preparaciones tan comunes como una limonada o un aguapanela. El azúcar no solo se disuelve para aportar dulzor, sino que su concentración determina la intensidad del sabor. Si el azúcar no se mezcla completamente, el resultado será una bebida desequilibrada, con partes muy dulces y otras insípidas. La disolución homogénea garantiza una experiencia uniforme en cada sorbo.

Pero los sabores no solo se disuelven en agua. Algunos compuestos son solubles únicamente en grasas o aceites. En estos casos, la percepción del sabor depende de la presencia de disolventes lipídicos. Un ejemplo claro es el ají o chile, frecuente en muchas cocinas latinoamericanas. La capsaicina, compuesto responsable del picante, no es soluble en agua, pero sí en grasas. Por eso, beber agua después de comer algo muy picante no alivia la sensación de ardor, mientras que consumir leche o morder un pedazo de queso —ambos con grasa— puede neutralizarlo. En platos como el ajiaco santafereño, donde se añade ají como acompañante, la mezcla con crema de leche o aguacate permite disolver compuestos lipofílicos y moderar su intensidad.

Figura 2. El ajiaco santafereño es una sopa tradicional de Bogotá que combina pollo, tres tipos de papa, maíz, guascas, crema de leche, alcaparras y aguacate. Nutricionalmente, aporta carbohidratos complejos, proteínas, grasas saludables y antioxidantes. Con raíces precolombinas y aportes coloniales, es un símbolo cultural y patrimonio gastronómico colombiano.

Otro caso es el de los sabores complejos en productos fermentados o curados, como los quesos costeños o andinos, que poseen compuestos volátiles solubles en grasa, como los aldehídos y cetonas derivados de la oxidación lipídica. Estos sabores se perciben solo cuando el queso contiene suficiente grasa para disolver y liberar esas moléculas al entrar en contacto con la lengua.

En postres como la natilla o el arroz con leche, la canela y el clavo de olor aportan aroma y sabor gracias a compuestos como el eugenol (en el clavo) y el cinamaldehído (en la canela). Estos compuestos son poco solubles en agua y su liberación se potencia al prepararse con leche o crema, medios ricos en lípidos que permiten una mejor disolución y, por ende, una mayor percepción aromática. Sin la grasa de la leche, el sabor sería más plano.

Figura 3. La natilla es un postre navideño colombiano hecho con fécula de maíz, panela, leche y canela, que forma una mezcla espesa y dulce. Originada en las coladas españolas medievales, adaptó sus ingredientes en América.

La cocina molecular y las técnicas contemporáneas han llevado estos principios a niveles más sofisticados. En América Latina, chefs de vanguardia utilizan técnicas como la esferificación para encapsular aceites esenciales dentro de matrices gelatinosas, permitiendo una liberación retardada e intensa de sabores. En Colombia, por ejemplo, algunos restaurantes de alta cocina han experimentado con esferas de aceite de achiote o de trufa sobre ceviches o carpaccios de pescado. El aceite disuelve compuestos aromáticos insolubles en agua, como el bixin del achiote, liberando sabores terrosos y profundos que de otro modo se perderían.

El uso de aceites en la cocina también permite disolver y extraer sabores que en agua no se manifestarían. En preparaciones como el hogao —base de muchas recetas colombianas como los fríjoles paisas—, el sofrito con aceite permite extraer compuestos de la cebolla y el tomate, como el hexanal y otros aldehídos que aportan notas verdes y dulces. Estos compuestos se integran en una disolución coloidal de grasa y agua, que potencia su difusión en el plato final.

Incluso la obstrucción de sabores puede explicarse desde la química de las disoluciones. En la preparación del sancocho, por ejemplo, agregar crema de leche al final puede opacar el sabor de algunos condimentos, porque los compuestos aromáticos quedan atrapados en la fase lipídica y no alcanzan los receptores olfativos con la misma intensidad. Así, una disolución mal equilibrada entre grasa y agua puede alterar negativamente la percepción sensorial.

Figura 4. Los frijoles paisas tienen dos versiones: una básica para el día a día y otra especial, rica en proteínas con carnes y huevo. Este plato emblemático refleja la tradición arriera de Antioquia, donde la alta productividad agrícola permitió ingredientes variados. Así, los frijoles paisas simbolizan nutrición, trabajo duro y la cultura paisa

Además, los sabores ácidos, que dependen de la liberación de iones H (protones), se perciben gracias a disoluciones ácidas. El ácido cítrico del limón o el ácido acético del vinagre se disuelven fácilmente en agua, liberando protones que activan los receptores del gusto ácido. Sin disolución, esos sabores serían imperceptibles. En platos como el ceviche peruano o costeño, el jugo de limón disuelve y “cocina” las proteínas del pescado, pero también actúa como medio para liberar los sabores de la cebolla, el ajo y el cilantro, todos ricos en compuestos solubles en agua, como la alicina y los terpenos.

Finalmente, la percepción retronasal, que complementa el gusto con el olfato, también depende de la volatilización de compuestos desde disoluciones en saliva o grasa. Un ejemplo latinoamericano es el café colombiano, donde la temperatura y la presencia de aceites influyen en la liberación de moléculas como la furfuriltiolina (aroma a pan tostado) o la guayacol (nota ahumada). El sabor del café no es solo gusto, sino aroma disuelto y transportado por el vapor.

Figura 5.  El café colombiano destaca por su suavidad, baja acidez y perfil equilibrado, aportando antioxidantes y minerales. Sin embargo, enfrenta retos por la subordinación económica a intereses corporativos internacionales, que causan fluctuaciones de precios y mezclas que diluyen su identidad. Marcas de origen buscan preservar su autenticidad y calidad, fortaleciendo la experiencia sensorial y el bienestar de los productores.

La química de las disoluciones es el cimiento invisible del sabor. Desde lo dulce hasta lo umami, desde una arepa rellena hasta un sorbo de chocolate caliente, nuestra capacidad para disfrutar la comida depende de la interacción entre compuestos y solventes como el agua o la grasa. Comprender cómo se disuelven los sabores permite no solo explicar por qué nos gusta lo que comemos, sino también perfeccionar recetas tradicionales y explorar nuevas fronteras en la gastronomía.

Referencias

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