La experiencia del sabor no depende únicamente de los
ingredientes, sino de fenómenos químicos fundamentales como la solubilidad
y la formación de disoluciones. Cuando comemos, las moléculas
responsables del sabor deben disolverse en la saliva para que los
receptores gustativos puedan detectarlas. Este principio básico de la química
tiene implicaciones profundas en cómo percibimos los alimentos, especialmente
en cocinas ricas en tradición y variedad como la colombiana y la
latinoamericana en general.
Los sabores dulces y salados son ejemplos clásicos de
disoluciones acuosas. El azúcar (sacarosa) y la sal común
(cloruro de sodio, NaCl) deben disolverse en agua —en este caso, la saliva—
para liberar sus iones y moléculas, los cuales activan los receptores del gusto
dulce y salado, respectivamente. Si colocamos un grano de azúcar en la lengua
sin saliva, no sabremos que es dulce hasta que se disuelva. Esto también
explica por qué la percepción del sabor cambia en ambientes secos o con poca
salivación: sin disolución, no hay sabor.
Figura
1. La panela, derivada del jugo de caña de azúcar sin refinar, es
más nutritiva que el azúcar blanco por su contenido de minerales y vitaminas.
Sin embargo, su producción histórica está ligada a la esclavización y la
desigualdad social en Colombia, reflejando tensiones entre su valor
nutricional y las injusticias sociales persistentes en el sector agrícola.
En la cocina colombiana, este principio se manifiesta en
preparaciones tan comunes como una limonada o un aguapanela. El
azúcar no solo se disuelve para aportar dulzor, sino que su concentración
determina la intensidad del sabor. Si el azúcar no se mezcla completamente, el
resultado será una bebida desequilibrada, con partes muy dulces y otras
insípidas. La disolución homogénea garantiza una experiencia uniforme en cada
sorbo.
Pero los sabores no solo se disuelven en agua. Algunos
compuestos son solubles únicamente en grasas o aceites. En estos casos,
la percepción del sabor depende de la presencia de disolventes lipídicos.
Un ejemplo claro es el ají o chile, frecuente en muchas cocinas
latinoamericanas. La capsaicina, compuesto responsable del picante, no es
soluble en agua, pero sí en grasas. Por eso, beber agua después de comer
algo muy picante no alivia la sensación de ardor, mientras que consumir leche o
morder un pedazo de queso —ambos con grasa— puede neutralizarlo. En platos como
el ajiaco santafereño, donde se añade ají como acompañante, la mezcla
con crema de leche o aguacate permite disolver compuestos lipofílicos y moderar
su intensidad.
Figura
2. El ajiaco santafereño es una sopa tradicional de Bogotá que combina pollo,
tres tipos de papa, maíz, guascas, crema de leche, alcaparras
y aguacate. Nutricionalmente, aporta carbohidratos complejos, proteínas,
grasas saludables y antioxidantes. Con raíces precolombinas
y aportes coloniales, es un símbolo cultural y patrimonio gastronómico
colombiano.
Otro caso es el de los sabores complejos en productos
fermentados o curados, como los quesos costeños o andinos, que
poseen compuestos volátiles solubles en grasa, como los aldehídos y cetonas
derivados de la oxidación lipídica. Estos sabores se perciben solo cuando el
queso contiene suficiente grasa para disolver y liberar esas moléculas al
entrar en contacto con la lengua.
En postres como la natilla o el arroz con leche,
la canela y el clavo de olor aportan aroma y sabor gracias a compuestos como el
eugenol (en el clavo) y el cinamaldehído (en la canela). Estos
compuestos son poco solubles en agua y su liberación se potencia al
prepararse con leche o crema, medios ricos en lípidos que permiten una mejor
disolución y, por ende, una mayor percepción aromática. Sin la grasa de
la leche, el sabor sería más plano.
Figura
3. La natilla es un postre navideño colombiano hecho con fécula de
maíz, panela, leche y canela, que forma una mezcla
espesa y dulce. Originada en las coladas españolas medievales, adaptó
sus ingredientes en América.
La cocina molecular y las técnicas contemporáneas han
llevado estos principios a niveles más sofisticados. En América Latina, chefs
de vanguardia utilizan técnicas como la esferificación para encapsular
aceites esenciales dentro de matrices gelatinosas, permitiendo una liberación
retardada e intensa de sabores. En Colombia, por ejemplo, algunos restaurantes
de alta cocina han experimentado con esferas de aceite de achiote o de trufa
sobre ceviches o carpaccios de pescado. El aceite disuelve compuestos
aromáticos insolubles en agua, como el bixin del achiote, liberando
sabores terrosos y profundos que de otro modo se perderían.
El uso de aceites en la cocina también permite disolver y
extraer sabores que en agua no se manifestarían. En preparaciones como el hogao
—base de muchas recetas colombianas como los fríjoles paisas—, el sofrito con
aceite permite extraer compuestos de la cebolla y el tomate, como el hexanal
y otros aldehídos que aportan notas verdes y dulces. Estos compuestos se
integran en una disolución coloidal de grasa y agua, que potencia su
difusión en el plato final.
Incluso la obstrucción de sabores puede explicarse
desde la química de las disoluciones. En la preparación del sancocho,
por ejemplo, agregar crema de leche al final puede opacar el sabor de algunos
condimentos, porque los compuestos aromáticos quedan atrapados en la fase
lipídica y no alcanzan los receptores olfativos con la misma intensidad. Así,
una disolución mal equilibrada entre grasa y agua puede alterar negativamente
la percepción sensorial.
Figura
4. Los frijoles paisas tienen dos versiones: una básica para el día a
día y otra especial, rica en proteínas con carnes y huevo. Este plato
emblemático refleja la tradición arriera de Antioquia, donde la alta productividad
agrícola permitió ingredientes variados. Así, los frijoles paisas
simbolizan nutrición, trabajo duro y la cultura paisa
Además, los sabores ácidos, que dependen de la
liberación de iones H⁺ (protones), se perciben
gracias a disoluciones ácidas. El ácido cítrico del limón o el ácido acético
del vinagre se disuelven fácilmente en agua, liberando protones que activan los
receptores del gusto ácido. Sin disolución, esos sabores serían imperceptibles.
En platos como el ceviche peruano o costeño, el jugo de limón disuelve y
“cocina” las proteínas del pescado, pero también actúa como medio para liberar
los sabores de la cebolla, el ajo y el cilantro, todos ricos en compuestos
solubles en agua, como la alicina y los terpenos.
Finalmente, la percepción retronasal, que complementa
el gusto con el olfato, también depende de la volatilización de compuestos
desde disoluciones en saliva o grasa. Un ejemplo latinoamericano es el café
colombiano, donde la temperatura y la presencia de aceites influyen en la
liberación de moléculas como la furfuriltiolina (aroma a pan tostado) o
la guayacol (nota ahumada). El sabor del café no es solo gusto, sino
aroma disuelto y transportado por el vapor.
Figura
5. El café colombiano destaca por
su suavidad, baja acidez y perfil equilibrado, aportando antioxidantes
y minerales. Sin embargo, enfrenta retos por la subordinación
económica a intereses corporativos internacionales, que causan
fluctuaciones de precios y mezclas que diluyen su identidad. Marcas de origen
buscan preservar su autenticidad y calidad, fortaleciendo la experiencia
sensorial y el bienestar de los productores.
La química de las disoluciones es el cimiento
invisible del sabor. Desde lo dulce hasta lo umami, desde una arepa rellena
hasta un sorbo de chocolate caliente, nuestra capacidad para disfrutar la
comida depende de la interacción entre compuestos y solventes como el agua o la
grasa. Comprender cómo se disuelven los sabores permite no solo explicar
por qué nos gusta lo que comemos, sino también perfeccionar recetas
tradicionales y explorar nuevas fronteras en la gastronomía.
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