La fórmula empírica representa las proporciones más
simples de los elementos en un compuesto, expresadas mediante números
enteros pequeños. Puede interpretarse como una unidad mínima de masa o de
composición del compuesto. En algunos casos, esta unidad es única, por lo que
la fórmula empírica y la fórmula molecular coinciden. Sin embargo, en
otros casos, la molécula real puede estar compuesta por dos o más unidades
completas de la fórmula empírica.
Dado que este crecimiento ocurre de forma cuantizada,
es decir, en múltiplos enteros, la razón entre la masa molar real
(experimental) y la masa molar de la fórmula empírica siempre resulta en un
número entero. A este número lo llamaremos factor común de subíndices.
La fórmula molecular se obtiene entonces multiplicando cada subíndice de la
fórmula empírica por este factor.
Figura
1. Axioma del factor común de subíndices, función que indica cuantas veces
aumenta la fórmula molecular con respecto a la empírica.
La fórmula molecular indica el número real de átomos de
cada elemento en una molécula. Este número se almacena precisamente en los subíndices
de la fórmula. Si estos subíndices tienen un máximo común divisor distinto
de uno, ese valor coincide con el factor común de subíndices, pues
refleja cuántas veces se repite la unidad empírica dentro de la molécula real.
Este enfoque permite descomponer cualquier fórmula molecular en su base empírica y entender la relación estructural entre ambas. Así, la fórmula empírica no solo expresa la proporción más simple, sino que también actúa como una unidad generadora de la estructura molecular completa.
Masas molares
La masa molar
verdadera Mi es la masa promedio de una mol de entidades reales, es
decir, una mol de moléculas, átomos o iones que componen una sustancia. Para
calcularla, se realiza una suma ponderada, multiplicando el subíndice de
cada elemento por su masa atómica relativa, que se obtiene de la tabla
periódica. Esta técnica se puede aplicar a través de diferentes métodos, como
las técnicas de Cannizzaro, que modifican las leyes de Avogadro o las
leyes de los gases ideales, o mediante fórmulas estequiométricas. Sin
embargo, las propiedades coligativas ofrecen una forma más confiable
para calcular la masa molar, ya que no requieren conocer de antemano la fórmula
molecular verdadera, evitando posibles razonamientos circulares.
Figura 2. La interconversión entre fórmula empírica y molecular depende de un factor común de subíndices. Pasar de molecular a empírica es sencillo: basta hallar el máximo común divisor. En sentido inverso, se requiere dividir la masa molar real entre la de la fórmula empírica, calculadas mediante análisis elemental y propiedades coligativas, para determinar el número entero que relaciona ambas fórmulas.
Por otro lado, la masa
molar empírica Moi es la masa promedio de una mol de entidades
ideales, llamadas empíricas, calculada mediante el análisis de composición.
Este análisis puede realizarse a través de porcentajes elementales o por
productos de combustión. Según la ley de Proust, los compuestos tienen
proporciones fijas y definidas de elementos, lo que implica que la composición
elemental es constante. Esto permite determinar la fórmula empírica de un
compuesto a partir de los datos experimentales.
El factor común
Es importante
aclarar que el término máximo común divisor o múltiplo puede
resultar confuso, ya que la constante que se usa para convertir la fórmula
molecular a la fórmula empírica es un divisor, mientras que, al pasar de
la fórmula empírica a la molecular, la misma constante se utiliza como multiplicador.
Para evitar confusiones, denominaremos a esta constante simplemente como el factor
común fc entre las fórmulas empírica y molecular.
Por ejemplo, si
obtenemos una fórmula empírica CH₂O y una masa molar empírica de 30
g/mol, pero la masa molar verdadera es 180 g/mol, podemos determinar que el factor
común fc es 6 = 180/30, lo que
nos indica que la fórmula molecular verdadera es C₆H₁₂O₆, que es la
fórmula de la glucosa.
Ley de Proust
La ley de Proust,
también conocida como la ley de las proporciones definidas, establece
que un compuesto químico puro siempre contiene los mismos elementos en las
mismas proporciones de masa, sin importar su origen o el método de
preparación. Aunque esta ley es de naturaleza cualitativa, en la práctica se
traduce en una expresión cuantitativa, generalmente mediante el porcentaje
en masa de cada elemento en el compuesto.
Esta expresión
típica —masa del elemento dividida por la masa total del compuesto,
multiplicada por cien— implica necesariamente un cálculo, y por lo
tanto, un procedimiento con pasos definidos. Cada uno de estos pasos
puede analizarse como una aplicación de un teorema de cantidad de sustancia
o un factor de conversión, en línea con la estructura operativa que
hemos discutido a lo largo del libro.
Así, aunque no haya
una “fórmula oficial” única que exprese la ley de Proust, el hecho de que
podamos calcularla implica que existe una estructura lógica subyacente,
representable mediante diagramas de flujo o factores de conversión
como el que se muestra en la figura X. Esta visualización permite entender que
la ley de Proust no es solo una afirmación conceptual, sino una regla que se
verifica numéricamente, y que depende de relaciones constantes entre las masas
de los elementos y del compuesto total.
Por eso, en
enseñanza moderna, es clave mostrar que toda ley química verificable se
manifiesta mediante un procedimiento cuantificable, y que su formulación
práctica implica asumir una identidad algebraica —en este caso, que la
masa del compuesto es la suma de las masas de sus elementos constituyentes— que
se puede manipular según los principios del álgebra elemental.
Figura
3. Teorema para la ley de las proporciones definidas. Demostración.
El teorema resultante puede considerarse un teorema
derivado, ya que se obtiene mediante la modificación progresiva de otros
teoremas hasta fundamentarse en el axioma de la cantidad de reacción. Es decir,
no se trata de una verdad autónoma, sino de una verdad dependiente de otras
previamente aceptadas. A su vez, este teorema constituye una excelente
representación de la ley de Proust, pues refleja que las fracciones
másicas (usualmente expresadas como porcentajes) de los elementos en un
compuesto son constantes. Un compuesto determinado presenta, por tanto, una composición
porcentual fija e invariable, siempre que se trate de una sustancia de
Proust: es decir, una molécula de pequeño tamaño que cristaliza sin
defectos y cuyo agregado como sustancia pura está exento de errores
estructurales.
Sin embargo, no todas las sustancias cumplen esta condición.
Algunos sólidos, especialmente ciertos óxidos metálicos, cristalizan con
defectos estructurales que alteran su proporción de átomos. En estos casos, los
porcentajes másicos varían ligeramente, y los subíndices empíricos
obtenidos al analizar su composición no ajustan exactamente a números enteros.
A estas sustancias, como la wustita (óxido de hierro no
estequiométrico), se las denomina bertólidos, en contraste con los daltonianos
(sustancias que obedecen la ley de Proust).
Otras moléculas, en cambio, son mucho más grandes y
presentan una mayor flexibilidad en cuanto a la identidad química que
les asignamos. Un ejemplo paradigmático es el ADN: su estructura puede
variar ampliamente entre individuos, incluso dentro de la misma especie. Si nos
ponemos rigurosos, ninguna molécula de ADN es exactamente igual a otra,
lo cual introduce una paradoja respecto a la definición clásica de sustancia
pura.
Al aumentar el tamaño molecular, la identidad química
deja de ser un conjunto de proporciones fijas y pasa a ser un concepto más emergente,
más estadístico y más contextual. En lugar de definirse por cantidades
exactas de átomos —como si el universo fuera un código binario de
computadora—, la identidad química de macromoléculas como el ADN, las proteínas
o los polisacáridos debe entenderse como una combinación de secuencias,
motivos estructurales y funciones biológicas.
Esto no invalida las leyes clásicas de la química, como la ley
de Proust, pero sí exige una ampliación conceptual: no toda sustancia tiene
una composición perfectamente constante; algunas poseen una variabilidad
funcional que es clave para su rol en sistemas vivos o materiales
complejos. Por tanto, la noción de identidad química debe adaptarse a
diferentes escalas moleculares y a los niveles de organización en
los que se manifiestan las propiedades de la materia
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