El aire que respiramos está compuesto por una mezcla de
gases que interactúan de maneras sutiles pero decisivas: al nivel del mar, el
aumento de la presión externa impide que las moléculas gaseosas escapen
con facilidad, y entre ellas, la más significativa es la del agua, cuya presión
parcial —comúnmente llamada humedad— dicta fenómenos tan cotidianos
como la formación de niebla o rocío. El vapor de agua, invisible al ojo
humano, obedece las mismas leyes de equilibrio de fases que rigen la
coexistencia de líquido y gas. A medida que la temperatura varía, cambia la solubilidad
del vapor en el aire: a 30 °C, un metro cúbico de aire próximo a la saturación
puede contener hasta 28 g de agua, mientras que a 8 °C esa capacidad desciende
a 8 g. Esa dependencia no lineal de la solubilidad con la temperatura
transforma nuestro entorno diario, desde el rostro que sentimos húmedo tras una
lluvia hasta la dificultad de secar la ropa en climas cálidos y húmedos.
Secar una prenda depende de la dirección en que fluye el equilibrio
de fases: en ambientes de alta presión atmosférica y elevada humedad
relativa, el sistema favorece el estado líquido, reteniendo las moléculas de
agua sobre la tela y retardando su transición a fase gaseosa. Aunque la
temperatura del aire suba, su capacidad de retener humedad se incrementa
exponencialmente debido al aumento simultáneo de presión, creando una barrera
veraniega que hace que la ropa permanezca húmeda durante horas.
Figura
1. El sudor enfría el cuerpo, pero su mal olor viene de bacterias
en la piel. En ambientes húmedos, la presión de vapor alta del
aire dificulta la evaporación del sudor, causando incomodidad y mayor olor. La
Ley de Raoult ayuda a entender cómo la humedad ambiental afecta la eficiencia
de la evaporación del sudor.
Esa misma dinámica explica la variación de la sensación
térmica con la altitud y la humedad. En lo alto de las montañas, pese a
recibir más radiación solar, hay muy pocas moléculas de gas que absorban y
conviertan esa energía en calor: la atmósfera, rarefacta, prácticamente no
retiene el calor y sentimos un frío intenso. En contraste, en zonas de alta
humedad el vapor de agua vibra con gran eficiencia al absorber
radiación, incrementando la conductividad térmica del aire. Las
moléculas chocan contra nuestra piel con mayor violencia, y lo que percibimos
no es tanto el calor directo del sol como la manifestación de las colisiones
moleculares.
El sudor es un mecanismo de enfriamiento tan ingenioso como
vulnerable a las propiedades del medio. Cuando sudamos, el agua en
nuestra piel debe evaporarse, pasando de fase líquida a fase gaseosa,
para extraer calor y restaurar la temperatura corporal. En climas húmedos, la
elevada humedad relativa y la mayor presión dificultan esa transición,
de modo que el sudor queda estancado y comienza a recolectar calor del
ambiente, elevando la sensación térmica. Es un principio compartido con
la llamada “hoya pitadora”: más presión en el líquido implica menos evaporación
y, por tanto, menor enfriamiento.
Las implicaciones de la humedad no se limitan al confort
humano; en la industria química su presencia puede alterar procesos que
dependen de reacciones a altas temperaturas o reformados con vapor. La dilución
del oxígeno en el aire por exceso de vapor de agua (de 20.9 % a 20.4 %
al 100 % de humedad relativa) obliga a incrementar el suministro de aire a los
hornos, modificando la eficiencia de la combustión y la productividad de
plantas y refinerías. De manera similar, los procesos que emplean ácido
sulfúrico húmedo ven afectada su reactividad y concentración, con posibles
repercusiones en la calidad del producto final.
En la cocina, y muy especialmente en la panadería, la
humedad controlada es clave para obtener miga y corteza óptimas. Durante el
horneado, el vapor de agua presente en el horno actúa como un conductor
adicional de calor, elevando la conductividad térmica del aire y
acelerando la transferencia de energía hacia la masa. Si la humedad es
excesiva, el calor penetra rápidamente y puede formarse una corteza demasiado
fina antes de que el interior alcance la temperatura adecuada, dando lugar a
productos crudos por dentro y quemados por fuera. Por el contrario, una
atmósfera demasiado seca reduce la conductividad térmica, ralentiza la
cocción y provoca una corteza gruesa y una miga más densa. El delicado
equilibrio se logra añadiendo vapor de agua durante los primeros minutos de
horneado —por ejemplo, pulverizando agua o colocando recipientes con líquido
dentro del horno— para promover una expansión uniforme de la masa, y luego
reduciendo gradualmente la humedad para permitir la formación de una corteza
crujiente sin resecar el interior.
Esa estrategia aprovecha directamente los conceptos de punto
de ebullición y equilibrio de fases: al añadir vapor al horno, se
mantiene el aire cerca de la saturación, favoreciendo la retención de humedad
en el interior de la masa y retrasando la formación irreversible de la corteza.
Cuando la masa alcanza su propio punto de ebullición —aproximadamente
100 °C para el agua contenida en la masa— el vapor comienza a escaparse de
manera masiva, estabilizando la temperatura interna y completando el proceso de
cocción sin exceder la resequedad.
En un plano social, comprender la química de la humedad nos
ayuda a tomar decisiones informadas. Saber que la humedad relativa
afecta nuestro confort y la calidad de productos que consumimos, como el pan,
nos permite ajustar hábitos y expectativas. Desde optar por tiempos de secado
más largos en climas tropicales hasta regular la humedad en hornos artesanales,
empleamos, sin darnos cuenta, principios de equilibrio de fases, presión
parcial y conductividad térmica. La ciencia detrás de la humedad
trasciende los laboratorios y se convierte en una herramienta cotidiana: junto
al conocimiento de la composición del aire y las propiedades del vapor de
agua, podemos mejorar nuestra salud, eficiencia industrial y experiencias
sensoriales en el día a día. En última instancia, el paso del agua de la
superficie de una tela o del espejo de un horno a la atmósfera circundante es
el relato de interacciones moleculares que, aunque invisibles, definen nuestra
forma de vivir y de disfrutar del mundo
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