Con el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945,
la química adquirió un nuevo protagonismo en la cultura popular y en el
imaginario colectivo, especialmente aquella relacionada con los materiales
radiactivos. El uso de la energía nuclear con fines bélicos —como quedó
demostrado en los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki— marcó un antes y
un después en la percepción pública de la química y la física nuclear. A partir
de ese momento, elementos como el uranio-235 y el plutonio-239 se
convirtieron en sinónimos de poder, destrucción, y a la vez, de una promesa
tecnológica ambivalente.
Durante la Guerra Fría (1947–1991), la radiactividad
fue un tema recurrente en múltiples expresiones culturales. En los cómics, por
ejemplo, la exposición a materiales radiactivos se usaba como explicación para
adquirir superpoderes, como en el caso de El Increíble Hulk
(creado en 1962 por Stan Lee y Jack Kirby), quien se transforma tras una
explosión de rayos gamma. Este patrón se repite en personajes como Spider-Man
(1962), mordido por una araña radiactiva, o Los Cuatro Fantásticos
(1961), quienes obtienen sus habilidades tras una exposición a rayos cósmicos.
En el cine, tramas relacionadas con la química nuclear
o la manipulación de compuestos radioactivos aparecen constantemente, como en
las películas de Misión Imposible, James Bond (Dr. No,
1962) y numerosas cintas de ciencia ficción y espionaje. El miedo colectivo a
la radiactividad se reflejaba también en filmes como Them! (1954), donde
hormigas gigantes mutadas por radiación amenazan a la humanidad, o Godzilla
(1954), una criatura nacida del trauma nuclear japonés.
Además, se popularizaron términos científicos como isótopo,
medio de vida, desintegración nuclear, y reacción en cadena,
acercando conceptos avanzados de la química y la física a una audiencia masiva.
Todo esto contribuyó a que la química, lejos de ser vista solo como una
disciplina académica, se convirtiera en un terreno fértil para la imaginación,
el temor y la fascinación de la sociedad del siglo XX.
Sin embargo, mientras la química radiactiva dominaba la
cultura popular, la química real y aplicada continuó su desarrollo de
forma menos vistosa pero profundamente transformadora. Desde 1945 hasta 1990,
durante el período de la Guerra Fría, se produjeron avances
fundamentales en química de materiales, que permitieron la aparición de
nuevas tecnologías.
Uno de los hitos más relevantes fue la invención del
transistor en 1947 por John Bardeen, William Shockley y Walter
Brattain en los Laboratorios Bell. Este pequeño dispositivo, basado en semiconductores
como el silicio y el germanio, reemplazó a las válvulas de vacío
y permitió el desarrollo de microchips y circuitos integrados,
revolucionando la electrónica y la computación. Así nació el corazón
tecnológico del mundo moderno: Silicon Valley, llamado así por el uso
extensivo del silicio en la fabricación de chips, cuya industria despegó en la
década de 1960.
La química también fue clave en la creación de nuevas
aleaciones y materiales compuestos, como los superconductores,
los plásticos de ingeniería, los materiales cerámicos avanzados,
y los polímeros conductores, fundamentales para la aeronáutica, la
industria espacial, la medicina y la informática. Por ejemplo, la creación del teflón
(PTFE), descubierto en 1938 y aplicado ampliamente después de 1945, permitió
avances en recubrimientos antiadherentes y en la protección contra productos
químicos agresivos.
Durante estas décadas, se desarrollaron también fibras sintéticas como el nylon, el Kevlar (1965), y el Dacron, así como materiales ultraligeros y resistentes usados en vehículos militares, aviones supersónicos y satélites. En el ámbito de la energía, la química fue esencial para perfeccionar baterías, paneles solares, celdas de combustible y reacciones catalíticas.
En conjunto, estos avances silenciosos pero profundos
cimentaron las bases de la era digital, permitiendo el desarrollo de
computadoras, teléfonos móviles, satélites, internet y tecnologías que hoy
forman parte esencial de la vida cotidiana.
A partir de la década de 1980, el mercado asiático,
especialmente Japón, comenzó a destacarse en el desarrollo de nuevas
tecnologías de materiales. Se perfeccionaron dispositivos como los diodos
emisores de luz (LED), los cristales líquidos (LCD), y los semiconductores
avanzados, que revolucionaron la electrónica de consumo. Empresas
japonesas como Sony, Panasonic y Toshiba lideraron la
innovación global en dispositivos electrónicos, pantallas, cámaras y
computadoras personales, consolidando a Japón como una superpotencia
tecnológica.
Preocupado por esta creciente competencia, Estados Unidos
negoció en 1985 el llamado Acuerdo Plaza, en el que se pactó la devaluación
del dólar frente al yen y otras monedas. Esta medida buscaba ajustar la
balanza comercial y reducir la competitividad japonesa, lo que tuvo
un impacto considerable en la economía nipona. A pesar de esto, Japón mantuvo
su liderazgo en sectores clave gracias a la química de materiales, como
en la producción de memorias flash, pantallas planas y dispositivos de
almacenamiento.
Sin embargo, desde finales de los años 90 y durante
los últimos 25 años, ha sido China la que ha emergido como el
nuevo eje de poder tecnológico y productivo. Con un fuerte enfoque en investigación
y desarrollo (I+D), China ha invertido masivamente en la industria de los materiales
avanzados, destacándose en áreas como baterías de litio, paneles
solares, nanomateriales, y fibra óptica.
Un aspecto clave de esta nueva etapa ha sido el control
estratégico de materiales críticos, especialmente las llamadas tierras
raras, un grupo de 17 elementos químicos como el neodimio, disprosio,
iterbio y praseodimio, fundamentales para la fabricación de imanes
permanentes, motores eléctricos, dispositivos electrónicos y armamento
avanzado. Hoy, China controla más del 80% de la producción global de
tierras raras, lo cual le otorga una ventaja geopolítica decisiva en
las disputas tecnológicas del siglo XXI.
Así, la química de materiales ha pasado de ser una
disciplina de laboratorio a convertirse en un factor crucial en la economía
global, la seguridad nacional y la transición energética.
Los materiales geo-estratégicos están redefiniendo
las alianzas internacionales y reconfigurando los ejes de poder global.
Uno de los recursos más codiciados es el litio, elemento esencial para
las baterías recargables utilizadas en vehículos eléctricos, smartphones
y sistemas de almacenamiento de energía. Este metal se concentra en el llamado “Triángulo
del Litio”, formado por Bolivia, Argentina y Chile, que alberga
aproximadamente el 58% de las reservas mundiales. Con el ascenso de
gobiernos menos alineados con Washington, Estados Unidos ha perdido
influencia en su “patio trasero”, lo que ha generado preocupación
estratégica en las altas esferas del poder.
En paralelo, el Sahel africano, particularmente Níger,
se ha vuelto crucial por su producción de uranio, fundamental para el
abastecimiento energético de Francia y la Unión Europea. Los recientes
golpes de Estado y el avance de potencias como China y Rusia en la
región han puesto en jaque los intereses occidentales.
Durante el mandato de Donald Trump, se intensificó la
guerra comercial con China, incluyendo propuestas polémicas como la
adquisición de Groenlandia, rica en tierras raras. Esta región
ártica se ha convertido en un punto clave debido a su potencial minero, ya que
actualmente China controla más del 80% del suministro global de tierras
raras, elementos indispensables para fabricar imanes de alta potencia,
turbinas eólicas, chips, y armamento de precisión.
Simultáneamente, el foco global está sobre TSMC (Taiwan
Semiconductor Manufacturing Company), la empresa que fabrica los chips
más avanzados del mundo, utilizando aleaciones de silicio, germanio,
galio, arseniuros y carburo de silicio, materiales que requieren pureza
extrema y procesos de química de vanguardia. La creciente presión de China
sobre Taiwán, acompañada de un incremento en su presencia militar en el Estrecho
de Taiwán, ha generado temores de una posible escalada bélica que podría
desencadenar un conflicto de escala global.
A medida que nos acercamos al primer cuarto del siglo XXI,
las tensiones en torno a los materiales químicos estratégicos nos
colocan al borde de un escenario donde las disputas comerciales podrían
evolucionar hacia guerras reales. En este contexto, es deber del ciudadano
científicamente informado comprender las implicancias de estos materiales y
exigir políticas basadas en soberanía tecnológica, sostenibilidad y
cooperación internacional.
Al mismo tiempo, científicos de todo el mundo trabajan en el
desarrollo de alternativas menos estratégicas y más sostenibles. Por
ejemplo, el uso de tritio, un isótopo del hidrógeno que puede extraerse
del agua marina, se investiga como combustible para fusión nuclear,
una posible solución energética limpia. Asimismo, se están desarrollando baterías
de sodio, mucho más abundante que el litio, lo que podría reducir la
dependencia de yacimientos críticos.
Los materiales geo-estratégicos están redefiniendo
las alianzas internacionales y reconfigurando los ejes de poder global.
Uno de los recursos más codiciados es el litio, elemento esencial para
las baterías recargables utilizadas en vehículos eléctricos, smartphones
y sistemas de almacenamiento de energía. Este metal se concentra en el llamado “Triángulo
del Litio”, formado por Bolivia, Argentina y Chile, que alberga
aproximadamente el 58% de las reservas mundiales. Con el ascenso de
gobiernos menos alineados con Washington, Estados Unidos ha perdido
influencia en su “patio trasero”, lo que ha generado preocupación
estratégica en las altas esferas del poder.
En paralelo, el Sahel africano, particularmente Níger,
se ha vuelto crucial por su producción de uranio, fundamental para el
abastecimiento energético de Francia y la Unión Europea. Los recientes
golpes de Estado y el avance de potencias como China y Rusia en la
región han puesto en jaque los intereses occidentales.
Durante el mandato de Donald Trump, se intensificó la
guerra comercial con China, incluyendo propuestas polémicas como la
adquisición de Groenlandia, rica en tierras raras. Esta región
ártica se ha convertido en un punto clave debido a su potencial minero, ya que
actualmente China controla más del 80% del suministro global de tierras
raras, elementos indispensables para fabricar imanes de alta potencia,
turbinas eólicas, chips, y armamento de precisión.
Simultáneamente, el foco global está sobre TSMC (Taiwan
Semiconductor Manufacturing Company), la empresa que fabrica los chips
más avanzados del mundo, utilizando aleaciones de silicio, germanio,
galio, arseniuros y carburo de silicio, materiales que requieren pureza
extrema y procesos de química de vanguardia. La creciente presión de China
sobre Taiwán, acompañada de un incremento en su presencia militar en el Estrecho
de Taiwán, ha generado temores de una posible escalada bélica que podría
desencadenar un conflicto de escala global.
A medida que nos acercamos al primer cuarto del siglo XXI,
las tensiones en torno a los materiales químicos estratégicos nos
colocan al borde de un escenario donde las disputas comerciales podrían
evolucionar hacia guerras reales. En este contexto, es deber del ciudadano
científicamente informado comprender las implicancias de estos materiales y
exigir políticas basadas en soberanía tecnológica, sostenibilidad y
cooperación internacional.
Al mismo tiempo, científicos de todo el mundo trabajan en el
desarrollo de alternativas menos estratégicas y más sostenibles. Por
ejemplo, el uso de tritio, un isótopo del hidrógeno que puede extraerse
del agua marina, se investiga como combustible para fusión nuclear,
una posible solución energética limpia. Asimismo, se están desarrollando baterías
de sodio, mucho más abundante que el litio, lo que podría reducir la
dependencia de yacimientos críticos.
En las últimas décadas, el avance de la bioquímica y
la biotecnología ha abierto un nuevo horizonte en el desarrollo de biomateriales
y en la producción de compuestos mediante ingeniería genética. A
diferencia de los materiales tradicionales, los biomateriales están diseñados
para interactuar con sistemas biológicos, y su aplicación abarca desde prótesis
compatibles con tejidos humanos hasta andamios celulares para medicina
regenerativa.
La industria farmacéutica ha sido una de las mayores
beneficiarias de esta revolución. Gracias a los avances en biología
molecular y genética evolutiva, hoy es posible modificar
genéticamente bacterias, levaduras o células de mamífero para que actúen
como biorreactores, produciendo desde insulina humana hasta anticuerpos
monoclonales, vacunas ARN y compuestos complejos como antibióticos,
hormonas o enzimas industriales.
Más aún, el desarrollo de técnicas de evolución dirigida
—una forma de evolución artificial acelerada en el laboratorio— permite
optimizar enzimas y proteínas para que cumplan funciones específicas con mayor
eficiencia. Esta metodología, que le valió el Premio Nobel de Química a Frances
Arnold en 2018, imita los principios de la selección natural para
“evolucionar” moléculas útiles.
El campo también ha sido transformado por herramientas como CRISPR-Cas9,
que permiten editar genes con precisión, y por el diseño de circuitos
genéticos sintéticos, que permiten programar organismos vivos como si
fueran computadoras biológicas.
Además, la biomineralización artificial, inspirada en
procesos naturales como la formación de conchas o huesos, ha permitido la
creación de nuevos materiales híbridos, con aplicaciones en ingeniería,
construcción y medicina. Así, la fusión entre química, biología y evolución
artificial está dando lugar a una nueva generación de materiales
inteligentes, autorreparables, biodegradables y sostenibles.
Estos avances no solo marcan el futuro de la química, sino
que redefinen el límite entre lo vivo y lo sintético, planteando nuevos
desafíos éticos, sociales y ecológicos que deberán ser abordados desde una
perspectiva crítica y responsable.
Finalmente, en esta era dominada por la inteligencia
artificial (IA), los materiales químicos continúan siendo el cimiento
físico sobre el cual se construye esta nueva revolución. Los semiconductores
avanzados, aleaciones nanométricas, materiales cuánticos y compuestos
sintéticos permiten fabricar los chips, sensores y redes neuronales
artificiales que constituyen el “cerebro” de las IA modernas. La química de
materiales también posibilita la creación de memorias más eficientes, baterías
de alto rendimiento y sistemas ópticos de alta precisión,
fundamentales para el entrenamiento y operación de los algoritmos.
Paradójicamente, el agua —una sustancia tan antigua
como la vida misma— sigue siendo protagonista insustituible: desde los
sistemas de enfriamiento de los centros de datos hasta las reacciones
bioquímicas que permiten nuevas formas de computación orgánica.
Así, al mirar hacia el futuro, comprendemos que la
química no es solo una ciencia del pasado, sino la base tangible del
presente y la llave del mañana. Desde el fuego primitivo hasta los
materiales inteligentes y los algoritmos que nos acompañan hoy, cada avance
científico ha nacido del entendimiento profundo de la materia.
A ustedes, estudiantes del siglo XXI, les corresponde continuar esta historia. Serán los próximos en descubrir, transformar y reimaginar el mundo a través de la química. Porque en cada tubo de ensayo, en cada célula modificada, en cada átomo manipulado, se esconde la posibilidad de cambiar el destino de la humanidad.
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