Recuerdo un episodio clásico de Los Simpson, donde Bart,
harto de las bromas de su padre, decide vengarse con una lata de cerveza.
Coloca la lata en un agitador mecánico para que, al abrirla, Homero
reciba una explosión de espuma en la cara. Más allá del humor, la escena nos
ofrece una excelente excusa para explorar dos fenómenos físicos
interrelacionados: la solubilidad de los gases en líquidos y la
presión parcial, conceptos que no solo explican cómo se carbonatan las
bebidas, sino también cómo funciona el buceo autónomo y por qué los pulmones
humanos necesitan protección bajo el mar.
Figura
1. La broma de la soda en Los Simpsons muestra cómo la ley de
Henry explica la solubilidad del dióxido de carbono (CO₂) en las
bebidas carbonatadas. Al abrir la lata, la presión disminuye y el gas se libera
rápidamente. Estas bebidas, con su acidez y azúcar, engañan al paladar
pero pueden contribuir a problemas de salud como obesidad y enfermedades
cardiovasculares.
Cuando se sella una bebida gaseosa, como una soda o una
cerveza, el fabricante introduce dióxido de carbono (CO₂) a una presión
elevada. Este gas se disuelve en el líquido hasta alcanzar un equilibrio
dinámico entre el gas disuelto y el gas en fase gaseosa. Este fenómeno está
regido por la ley de Henry, que establece que, a temperatura constante,
la cantidad de gas disuelto en un líquido es directamente
proporcional a la presión parcial del gas sobre ese líquido.
A temperatura ambiente (20 °C), la constante de Henry para el CO₂ en agua es de
aproximadamente 3.3 × 10⁻² mol/(L·atm). Esta constante representa la "capacidad" del
líquido para disolver CO₂ bajo cierta presión. Cuanto mayor es la presión, más
CO₂ se disuelve. Este equilibrio se mantiene mientras la lata esté cerrada.
Pero si agitamos la lata o la abrimos bruscamente, el sistema se ve perturbado:
la presión cae y la solubilidad del CO₂ disminuye. Como resultado, el
gas se libera rápidamente en forma de burbujas, provocando el
característico "¡boom!" de la efervescencia explosiva.
Además del efecto visual y sonoro, este fenómeno tiene un
efecto químico interesante: la acidificación del líquido. Al disolverse
en agua, el CO₂ reacciona para formar ácido carbónico (H₂CO₃), una
especie inestable que se disocia parcialmente en iones hidrógeno (H⁺)
y bicarbonato (HCO₃⁻):
CO₂ (aq) + H₂O ⇌ H₂CO₃ ⇌ H⁺ + HCO₃⁻
Este aumento de H⁺ reduce el pH de la
solución, es decir, la hace más ácida. Esto no es casual: muchas bebidas
gaseosas están diseñadas para tener una acidez que realce su sabor. Nuestro
paladar está biológicamente adaptado para detectar la acidez como señal de
frescura o incluso de alerta ante alimentos potencialmente contaminados. Esta
estrategia sensorial es tan efectiva que los fabricantes de refrescos optimizan
sus fórmulas basándose en el equilibrio entre carbonatación y acidez.
Pero este mismo proceso, que en una lata de soda nos da un
gusto refrescante, puede tener consecuencias trágicas en otras escalas. Tomemos
como ejemplo el océano. En las últimas décadas, el aumento de emisiones
de CO₂ atmosférico ha generado un incremento en la cantidad de este gas que
se disuelve en el agua marina, siguiendo nuevamente la ley de Henry.
Esta absorción ha provocado una disminución significativa del pH oceánico,
un fenómeno conocido como acidificación oceánica.
Desde la Revolución Industrial, se estima que el pH promedio
de los océanos ha disminuido en 0.1 unidades, pasando de aproximadamente
8.2 a 8.1. Este cambio puede parecer pequeño, pero dado que la escala de pH es logarítmica,
representa un aumento de 30% en la concentración de iones H⁺.
Se proyecta que para finales de este siglo el pH podría descender hasta 7.7 si
las emisiones continúan al ritmo actual.
Este aumento de acidez interfiere con la capacidad de los organismos
calcificadores —como los corales, moluscos y algunos tipos de
plancton— para producir sus estructuras de carbonato de calcio
(CaCO₃). En medios ácidos, el CaCO₃ tiende a disolverse, debilitando
a los organismos que dependen de él para sobrevivir. A su vez, estos cambios
alteran toda la cadena trófica marina, afectando desde los pequeños
crustáceos hasta las industrias pesqueras que dependen de ellos.
Figura
2. El equipo de buceo Aqua-Lung permite respirar aire comprimido
bajo el agua mediante un tanque y un regulador de presión que
adapta el gas a la presión ambiental. La ley de Henry explica cómo el nitrógeno
se disuelve en la sangre, causando riesgos como la enfermedad por
descompresión si no se controla el ascenso.
Figura
4. La escafandra de Siebe (1818) fue un casco metálico hermético con peto y
chaqueta de cuero, diseñada para soportar la presión hidrostática y
permitir la respiración mediante un tubo conectado a la superficie. Su
diseño mejoró la movilidad y seguridad bajo el agua, sentando las bases para
futuros avances en buceo, como el uso de mezclas de gases para evitar la narcosis
por nitrógeno.
El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC)
ha advertido que la acidificación oceánica podría comprometer la seguridad
alimentaria global, ya que una gran parte del pescado que consumimos
depende de ecosistemas frágiles como los arrecifes de coral. Aquí vemos
cómo un mismo principio químico —la solubilidad de gases en líquidos—
puede generar tanto una burbuja festiva como una crisis ecológica.
Curiosamente, este fenómeno también se vuelve peligroso
cuando trasladamos nuestro cuerpo al interior del océano. En el buceo, otra vez
se aplica la ley de Henry. A medida que un buzo desciende, la presión
hidrostática aumenta. Por cada 10 metros de profundidad, la presión
se incrementa en 1 atmósfera. A 40 metros bajo el agua, un buzo
experimenta 5 atmósferas de presión, lo que significa que la solubilidad
del nitrógeno (N₂) —que constituye aproximadamente el 78% del aire
respirado— aumenta considerablemente en la sangre y tejidos
corporales.
Este aumento en la concentración de nitrógeno disuelto
no genera problemas mientras el buzo permanezca a esa presión. Sin embargo, si
asciende demasiado rápido, el nitrógeno se libera de forma súbita, formando burbujas
en la sangre, un fenómeno conocido como síndrome de descompresión o
"mal de los buzos". Estas burbujas pueden bloquear vasos
sanguíneos, provocar dolor intenso, parálisis o incluso la muerte. Para
prevenir este riesgo, los buzos deben realizar paradas de descompresión,
permitiendo que el gas se libere lentamente, en equilibrio con la disminución
de presión.
Este desafío físico-químico ha sido enfrentado por la ingeniería
del buceo durante más de un siglo. Los primeros buzos utilizaban trajes
pesados con cascos de bronce y aire bombeado desde la superficie. Uno de los
avances clave fue la creación del Aqua-Lung por Jacques Cousteau
y Émile Gagnan en 1943, un sistema que incluye un tanque de aire
comprimido y un regulador de presión que permite al buzo respirar aire a
la misma presión que el entorno marino.
Figura
5. Jacques Cousteau (1910-1997) fue un pionero en la exploración submarina y la
conservación marina. Inventó el equipo de buceo autónomo, el Aqua-Lung, que
permitió a los humanos explorar el océano a grandes profundidades. Cousteau
documentó sus descubrimientos en numerosos documentales y libros, promoviendo
la conciencia sobre la protección de los ecosistemas marinos y la vida
submarina.
El regulador es un componente esencial del equipo de buceo.
Ajusta la presión del aire que entra en los pulmones para
igualarla a la presión externa. Sin él, los pulmones humanos colapsarían
bajo la presión del agua o, en sentido opuesto, podrían expandirse
peligrosamente al ascender, causando una embolia pulmonar. La física
del gas, nuevamente, se vuelve un asunto de vida o muerte.
Sin embargo, no todos los humanos necesitan tanques para
bucear. La tribu Moken, que habita las costas del sudeste asiático, es
capaz de bucear a profundidades de hasta 20 metros sin equipo especializado.
Estudios científicos han demostrado que los Moken poseen una visión submarina
extraordinaria y una adaptación fisiológica notable. Sus músculos
torácicos son capaces de resistir la presión del agua, permitiendo
inmersiones prolongadas sin los efectos adversos del nitrógeno disuelto.
Al no usar tanques con aire presurizado, evitan la entrada de gases a presión
elevada, lo que disminuye el riesgo de sufrir descompresión.
Esta capacidad biológica se relaciona con un control
refinado de la homeostasis del cuerpo y una respuesta adaptativa
al entorno. Mientras los buzos occidentales dependen de la tecnología,
los Moken han desarrollado una solución evolutiva que combina resistencia
física, entrenamiento respiratorio y conocimiento empírico
del océano.
Figura
6. La tribu Moken, "gitanos del mar", habita costas de Tailandia y
Birmania y destaca por su habilidad para bucear hasta 20 metros sin equipo. Su
excepcional visión subacuática es una adaptación biológica que mejora la refracción
de la luz. Además, poseen músculos torácicos fuertes y tolerancia a la presión
hidrostática, permitiéndoles soportar largas inmersiones para pescar y
recolectar.
La relación entre los gases, los líquidos, la presión
y el cuerpo humano es, por tanto, profundamente interconectada. Desde
una simple lata de soda hasta los confines del océano, la química de
disolución de gases está en juego, guiada por la ley de Henry, pero
también limitada por nuestros órganos, nuestras herramientas
tecnológicas, y nuestras adaptaciones culturales y biológicas.
Lo que comienza como una broma en la televisión —una lata
que estalla en la cara de un padre— es en realidad un reflejo satírico de un
proceso físico que ha modelado industrias enteras: desde la producción de
bebidas y la ingeniería submarina hasta la crisis ecológica global. La carbonatación,
la presurización, la efervescencia, la acidez, la descompresión,
y la respiración forman parte de una misma narrativa científica: la del
equilibrio químico entre el gas y el líquido, y la forma en que ese equilibrio
puede ser manipulado, aprovechado o, en ocasiones, poner en riesgo nuestra
salud y la del planeta.
En otras palabras, la próxima vez que abras una soda agitada
y salpique tu camisa, recuerda que no estás presenciando solo una broma: estás
frente a una lección completa de fisicoquímica, fisiología, y cambio
climático.
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