Una planta nuclear moderna opera mediante dos circuitos de agua principales, que cumplen funciones distintas pero están cuidadosamente aislados entre sí. El primero es el circuito primario, que conecta directamente con el núcleo del reactor. En este sistema cerrado, el calor generado por la fisión nuclear eleva la temperatura del agua hasta convertirla en vapor, el cual se utiliza para accionar una turbina que genera electricidad. Este proceso, aunque asociado con la alta tecnología y la energía del átomo, es sorprendentemente similar al funcionamiento de una locomotora de vapor: se usa calor para hervir agua, mover una turbina y producir energía mecánica convertida luego en electricidad. No se trata de una conversión directa de plasma o energía brillante, como suele imaginarse popularmente, sino de un método clásico de transferencia de calor, aunque a partir de una fuente nuclear.
El segundo sistema es el circuito de refrigeración, que es completamente independiente del circuito de la turbina. Su función es enfriar el agua que ha pasado por el sistema, y es en este circuito donde se encuentran las torres de enfriamiento, esas grandes estructuras visibles a distancia. Estas torres permiten liberar el exceso de calor al ambiente, frecuentemente en forma de vapor de agua no contaminado. En diseños antiguos, el agua caliente remanente era directamente vertida a ríos o lagos, generando contaminación térmica. Sin embargo, en los modelos actuales se emplean sistemas de enfriamiento subterráneo o mediante intercambiadores de calor que permiten reducir la temperatura del agua antes de devolverla al ambiente. Este enfoque reduce el impacto en los ecosistemas acuáticos, mejorando la sostenibilidad de la energía nuclear y mitigando uno de sus efectos secundarios más ignorados: el calentamiento artificial de cuerpos de agua.
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