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jueves, 9 de octubre de 2025

Figura. La Puerta de Ishtar

  La Puerta de Ishtar, construida en la antigua Babilonia hacia el siglo VI a. C., fue una de las más grandes expresiones del ingenio humano. Su belleza no se debía solo a la arquitectura monumental, sino a la habilidad química de los artesanos que elaboraron sus azulejos vidriados. Estos trabajadores dominaban procesos de alta temperatura en los que las arcillas, los óxidos metálicos y las sales alcalinas sufrían un cambio químico que originaba un material nuevo que no existe en la naturaleza: la cerámica esmaltada, resistente, brillante y duradera. Aquella proeza simboliza un momento clave en la historia: el instante en que el ser humano comenzó a transformar la materia para obtener productos más valiosos que sus componentes originales.

La química humana se fundamenta precisamente en esa capacidad de síntesis, no en una explicación abstracta del mundo, sino en la creación consciente de materiales artificiales. Desde los albores de la civilización, la humanidad ha buscado mejorar las propiedades de la materia natural mediante procesos químicos. Así surgieron las aleaciones metálicas como el bronce y el acero, que revolucionaron la guerra, la agricultura y la construcción. Más tarde, el dominio del vidrio, el cemento, la pólvora o los colorantes sintéticos consolidó la idea de que el conocimiento químico no solo explica el mundo: lo reconstruye.

En la era moderna, esa tradición se ha llevado a límites insospechados. La invención de los plásticos, las fibras sintéticas como el nylon o el kevlar, los semiconductores de silicio y los compuestos farmacéuticos son ejemplos de materia creada por el intelecto humano, no encontrada en la naturaleza. Por ello, la química puede considerarse la ciencia de la síntesis, el arte de crear lo inexistente y dotar a la humanidad de herramientas para modelar su entorno, perpetuando el legado iniciado por los artesanos de la Puerta de Ishtar.

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