La química puede considerarse una de las ciencias más antiguas del mundo, incluso anterior a la humanidad moderna. Mucho antes de que existieran laboratorios, ecuaciones o teorías, ya había observación, experimentación y transmisión de saberes sobre la transformación de la materia. La capacidad de entender cómo el fuego, el agua, la tierra y el aire alteraban los materiales fue esencial para la supervivencia y el desarrollo humano. De hecho, es probable que la habilidad del pensamiento químico —la intuición de que una sustancia puede convertirse en otra mediante el calor, la mezcla o la presión— haya sido un motor evolutivo que impulsó la inteligencia técnica y la cultura material de nuestra especie.
Un ejemplo fascinante proviene de los neandertales,
quienes, hace más de 50 000 años, fueron capaces de sintetizar pegamento de
alquitrán a partir de resinas vegetales. Este proceso requería un destilador
rudimentario operando en condiciones anaeróbicas (sin oxígeno), para
evitar que la resina ardiera durante el calentamiento. En términos modernos,
esto implica control de variables, comprensión empírica de los
materiales y una secuencia de ensayo y error que solo puede
sostenerse dentro de una comunidad de aprendizaje. Así, los neandertales
no solo cazaban o tallaban piedra: también manipulaban materia siguiendo
principios químicos básicos.
Por tanto, todo lo esencial de la ciencia moderna ya
estaba presente desde los orígenes: observación sistemática, técnica
experimental, transmisión del conocimiento y colaboración social.
Lo único ausente era el lenguaje escrito que más tarde codificaría las
leyes y teorías. En este sentido, la química no nació en los laboratorios
del siglo XVIII, sino junto al fuego de los primeros humanos que
aprendieron a transformar la naturaleza, haciendo de la materia una extensión
del pensamiento.
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