Los grandes revolucionarios del pensamiento científico, como Galileo Galilei, Isaac Newton y Albert Einstein, fueron capaces de formular leyes matemáticas universales que rigen desde la caída de una manzana hasta el movimiento de las galaxias. Estas leyes no solo explican el mundo, sino que permiten predecirlo y controlarlo. Gracias a ellas, han surgido tecnologías que transforman nuestra vida diaria: desde la electricidad hasta las comunicaciones satelitales, pasando por la medicina de precisión y la ingeniería genética. La capacidad de traducir la realidad en lenguaje matemático ha sido una de las fuerzas motrices detrás del progreso industrial, científico y social.
No obstante, este poder conlleva una gran responsabilidad. El dominio de la naturaleza debe ir acompañado de una ética del conocimiento. Hoy más que nunca, es necesario ejercer la ciencia con conciencia de su impacto. En un mundo amenazado por el cambio climático, la degradación ambiental y la desigualdad tecnológica, la tarea del científico no es solo descubrir leyes, sino contribuir a un futuro sostenible, justo y solidario. Así, la ciencia recupera su vocación más profunda: no como instrumento de dominio, sino como lenguaje compartido para mejorar la vida en comú.
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