Tanto la evaporación como la ebullición del solvente afectan directamente el volumen de una disolución, y pueden ser analizadas usando el mismo modelo matemático del teorema de dilución, aunque con una diferencia clave: en lugar de agregar solvente, en estos casos se está perdiendo. Esto implica que el volumen final de la disolución será menor que el volumen inicial, lo cual conlleva un aumento en la concentración del soluto.
La evaporación ocurre cuando las moléculas del solvente adquieren suficiente energía para escapar al ambiente, lo que puede suceder incluso a temperatura ambiente si la presión de vapor del solvente es alta, como en el caso del agua. La ebullición, en cambio, es una transición de fase provocada por un aumento en la temperatura, que lleva al solvente a su punto de ebullición. En ambos procesos, el soluto permanece en la disolución (salvo reacciones químicas excepcionales), lo que significa que su cantidad no cambia, pero al disminuir el volumen, la concentración aumenta.
Este fenómeno es especialmente evidente cuando el soluto tiene un punto de ebullición mucho más alto que el del solvente, como ocurre con muchos solutos iónicos. Un ejemplo clásico es la sal de cocina (NaCl), que no hierve sino que se descompone químicamente antes de alcanzar temperaturas tan elevadas. Esto permite que el agua se evapore completamente dejando atrás el soluto, concentrando progresivamente la disolución mientras aún hay solvente presente.
El modelo matemático del teorema de dilución puede aplicarse en este contexto, simplemente invirtiendo la dirección del cambio: el factor de dilución se convierte en un factor de concentración, al hacer que el volumen final sea menor que el inicial, lo cual multiplica la concentración inicial por un valor mayor que uno.
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